El 22 de junio de 1688, Johannes Hofer, un joven suizo de apenas 19 años, presentaba en la Universidad de Basilea su tesis preliminar para optar al título de doctor en medicina. Su trabajo describía una extraña enfermedad padecida por un estudiante y un sirviente. Los síntomas observados incluían fiebre, pulso irregular, languidez y dolores de estómago. Los pacientes llegaron incluso a un estado de agonía, pero en cuanto regresaron a casa con sus respectivas familias, se recuperaron milagrosamente. Fue así como Hofer introdujo la llamada “Enfermedad Suiza” o “mal del suizo” o sencillamente “mal del país” (Heimweh en alemán), lo que se conoce hoy en día como nostalgia, palabra que viene del griego nostos (regreso) y algos (dolor) y que corresponde a la pena de verse ausente de la patria o los amigos, o a la sensación de añoranza por el hogar que sentían los soldados.
La añoranza es un concepto que intersecta toda la obra del poeta Claudio Guerrero.
La añoranza entendida como el sentimiento de pena que produce la ausencia. Una espacie de duelo por lo que ya no está o por lo que nos hace falta.
En su libro “On Death and Dying”, la psiquiatra suizo-americana Elizabeth Kübler-Ross describe su modelo para lidiar con la pérdida, el cual comprende 5 etapas: la negación, la ira, negociación, depresión y aceptación.
Escribir sobre lo que nos hace falta, disecar las ausencias a través del lenguaje y a través del cuestionamiento a los objetos que, de alguna forma, representan o traen momentáneamente de regreso aquello que se ha perdido, me parece que se relaciona mucho con esas 5 etapas.
Pero hay varios aspectos de índole personal que no puedo dejar de lado al momento de referirme a la escritura de Claudio Guerrero y en particular a este libro. La paternidad, por ejemplo, o la ciudad de Rengo, o el apellido Valenzuela, por mencionar otras. Es por eso que amparado en el poema “Efectos Personales” he querido tratar de articular una pequeña cosmogonía de sucesos, accidentes, cruces, coincidencias e intersecciones varias que me vinculan al trabajo de Claudio.
Primera anécdota:
El carnet del Colegio de Químicos Farmacéuticos
Debe haber sido el año 1998, como estudiante de Química y Farmacia en la Universidad de Chile. Me encontraba cursando Química Orgánica III. El ramo, como muchos de la carrera, tenía un fuerte componente práctico. Cada lunes debíamos presentarnos puntualmente, y con nuestros delantales impecables, en el laboratorio del tercer piso del edifico Ceruti, ubicado en calle Olivos 1007, comuna de Independencia, hoy rebautizada como calle Sergio Livingstone Pohlhammer. Antes de comenzar el práctico, un profesor, al cual nunca había visto, nos da las instrucciones con voz firme y severa. En esa ocasión debíamos extremar las medidas de seguridad, ya que tendríamos que trabajar con éter, sustancia altamente volátil y combustible. A medio andar del experimento, el profesor misteriosamente desaparece de nuestra vista. La concentración y el nerviosismo ante el delicado material con el cual trabajábamos nos había impedido percatarnos a dónde había ido. Grande fue nuestra sorpresa y pavor al darnos cuenta de que el profesor Renato Guerrero se encontraba junto a la puerta del laboratorio, fumando un cigarro.
Vuelvo momentáneamente a la presentación.
En su libro OBIT la poeta norteamericana de origen taiwanés, Victoria Chang, enfrentada a la muerte de su madre, se niega tajantemente a escribir una elegía. Más bien, decide destilar su dolor escribiendo decenas de obituarios poéticos por todo lo que perdió en el mundo. Varios objetos aparecen entonces en ese listado de pérdidas. El lóbulo frontal del padre, los pulmones de la madre, el lenguaje, una silla, un reloj, un auto, un vestido. Son ellos la puerta de entrada hacia otra dimensión, una que solo es posible reconstruir a través de recuerdos.
Según Baudrillard, todo objeto tiene dos funciones: una la de ser utilizado y la otra la de ser poseído. Es así como un objeto desprovisto de función o abstraído de su uso cobra un status estrictamente subjetivo. Se convierte en un objeto de colección, por ejemplo, en un fetiche o en un amuleto y es ahí donde la prosa cotidiana de los objetos se vuelve poesía.
Es tal vez ese tránsito al que se refiere Claudio, “el llamado de la fisura”, en sus propios versos. Hurgar en la urdimbre de las cosas, desenmarañar su significado para llegar al secreto, a ese canto de lo que se conserva con esmero, a las esquirlas que tienen su propio rumor, a la partitura al fondo del baúl que brilla con un retraso de doscientos años y que resuena ahora en esa aguja cuya crispación nos recuerda la materia del tiempo olvidado – como precisamente advierte el texto.
Otra anécdota:
La medalla del círculo de periodistas deportivos
Fue antes de que me fuera del país por un tiempo y antes de que los Guerrero-González dejaran Santiago. Me encontraba en la casa de la calle Los Jardines, fisgoneando la laberíntica y copiosa biblioteca de Claudio. La arquitectura del departamento resultaba una limitante a cualquier esfuerzo de tener secciones literarias correctamente delimitadas y definidas. La configuración espacial obligaba a cambiar de habitación para continuar con un determinado tema. Fue así como en el rincón más inhóspito del departamento llegamos a la sección deportiva. Álbumes de distintos mundiales, colecciones de la antigua revista Estadio, banderines, emblemas, fotos. Creo que hablábamos de “La Iluminada circunferencia” de Jorge Velásquez, libro que cuenta cómo se practica el deporte rey en Chiloé y de algunos míticos partidos jugados en la isla (libro que dejé en custodia a Claudio y que, pese a estar dedicado, todavía no me devuelve) y quizás también reflexionábamos sobre el hábito de escribir y llevar religiosamente libretas, tomar apuntes, registros y notas, cuando Alejandra le grita desde otra pieza: “muéstrale tus cuadernos”, ante lo cual Claudio la mira por sobre los anteojos, me ausculta a mí con algo de desconfianza, para luego deslizarme no uno, sino varios cuadernos universitarios con impresionantes revelaciones en su interior. En las páginas de cada uno de ellos se encontraban registrados, con la paciencia de un monje copista medieval y con la frialdad de un asesino en serie, todos los partidos de fútbol a los que Claudio había alguna vez asistido. No solo la fecha, el estadio, la temporada, la copa, la formación de ambos equipos, los árbitros, los goles (el minuto en el cual habían sido anotados y por quién) sino también brevísimos y certeros comentarios acerca del clima (nublado, soleado, llovizna) y sobre el desempeño de la jornada (entretenido, fome, muy bueno, etc.).
Registrar, registrar, registrar. Llevar cuenta exacta de lo que vemos, de lo que vivimos, de lo que nos limita y de lo que nos contiene. Esa pulsión vital e ineludible también recorre las páginas de este poemario.
Dar testimonio, no pasar por la vida sin juicio…
Recurrir a esa porfía de interrogar a las puertas descascaradas
esa manía por la plenitud del abismo
retroceder a aquellos parajes cuyos bordes resisten el trabajo de convencimiento
Son las palabras del propio autor, al respecto.
La literatura como ese gesto, inútil tal vez, pero sincero, de alzarse frente a la impunidad del tiempo, frente a lo que al autor llama “la hegemonía del silencio”, siempre conscientes de que en realidad nada nos pertenece… Ni siquiera el frío del desamparo más grande, ni la reverberación de la alegría más interminable, ni la anomalía de la excepción… remata el autor. Solo ese ademán queda, solo el intento, porque no deben darnos miedo las palabras… nada malo hay en su hueco sonido – sentencia otro verso del libro.
Dónde está la lenta procesión de estaciones, que fue un alba infinita y sin caminos -se preguntaba el poeta italiano Eugenio Montale- dónde la larga espera, cuál es el nombre del vacío que nos invade. Toda palabra, toda escritura viene como de un vacío, un pozo cuyo eco nos recuerda la voz de otro – retruca Guerrero, siendo ese otro, esos otros los fantasmas que regresan a darle vida a este sentido ejercicio de memoria.
La madre invisible solo presente a través de objetos encontrados y de la historia fracturada que ellos cuentan, la abnegada dedicación del padre a su familia, la infancia perdida en una casa que permanece en pie solo para recibir a sus visitantes…
Hay duelo en estos poemas, hay nostalgia, pero también hay ciertos atisbos de esperanza los que encuentran voz y sustancia en la inteligencia y la inquietud del hijo, que interroga todo con curiosidad e inocencia, virtudes nobles que los adultos parecemos haber olvidado pero que cada tanto es posible encontrar en pequeños detalles:
Eres bello e irradias alegría y eso pareciera ser suficiente para sobrellevar estos días aciagos – reconoce el poeta al tiempo que también se cuestiona y medita:
Qué futuro nos depara, querido hijo, tal vez no valga la pena ni pensarlo.
Me basta el abrazo que brindas cada noche a la hora de los cuentos, como queriendo señalar que todo está bien, papá, que todo va a estar bien, que no debes preocuparte de más.
Abrazar lo que falta. No dejar que el tiempo y la distancia nos arrebate lo más preciado y efímero de los momentos, valernos del significado de las cosas para cumplir ese objetivo. Escribir, a pesar de las dificultades, del sin sentido porque las palabras siempre nombran una imposibilidad y al final… Todas las direcciones parten de la memoria
Cierro la presentación con una última anécdota:
La fecha de obturación
Conocí a Claudio a través de Alejandra, a quien conocí a través de Mauricio. Nunca fui un entusiasta de los talleres literarios, pero en esa época parecía que todos estábamos en alguno. A Alejandra la veía regularmente en la sede Santa Lucía del Chileno Británico, en las sesiones impartidas por Redolés. Para ella yo era el chico raro que llegaba primero y estudiaba extraños manuales de anatomía antes de empezar cada sesión. Para mí, ella era la mejor poeta que había conocido hasta ese momento. Naturalmente la invité a participar cuando empezamos a organizar las lecturas en la facultad de Ciencias Químicas. Encuentro de Alquimistas Poetas, se llamaba la serie, la que se celebraba dos veces al año en una pequeña casucha de forma octogonal, que el resto de los días albergaba una mesa de ping-pong, un tacataca y una fotocopiadora. Vino navegado o con fruta (según la estación), alguna escenografía improvisada, un pequeño parlante, un micrófono y una diversa lista de poetas (verdaderos o ficticios) eran los elementos usuales de esas jornadas. Alejandra había conocido a Claudio en el taller de la Fundación Neruda y ya estaban juntos cuando la invité, así que ella invitó a Claudio. Ese día, antes de entrar a la pérgola octogonal, se dirigieron al edificio Ceruti y subieron al tercer o cuarto piso. Años más tarde, al tratar de recordar cómo nos habíamos conocido, Claudio me menciona ese encuentro, me cuenta del desvío hacia las instalaciones de la facultad y de cómo tras recorrer las distintas oficinas, dieron finalmente con la de su padre, el profesor Renato Guerrero, químico farmacéutico, cuya placa aún se conservaba en la puerta.
Carlos Soto Román (Valparaíso, 1977). Poeta y traductor. Ha publicado varios libros de poesía entre los que destacan La Marcha de los Quiltros (1999), Haiku Minero (2007), 11 (2017, Premio Municipal de Santiago 2018) y Antuco (2019) en conjunto con Carlos Cardani Parra. Es autor de la primera traducción íntegra al castellano de Holocaust de Charles Reznikoff.
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