Una casa adosada, un inquilino pendenciero, una aplicación abierta en el celular. Poco a poco el mueble va adquiriendo plena apariencia. Antes, siglos antes, solo existían tablas y armaduras desperdigadas en la alfombra. Le temo al desenlace, le temo a los sótanos. Prolongo hasta el hartazgo esta febril incumbencia. Mi discreción renuncia frente a la siempre embaucadora tecnología.
Un gato maúlla enfurecido, quizás desesperado. Luego, entrecierra los ojos y trepa por mi espalda.
Al sur yo quería ir, pero en el sur ya no quiero vivir.
Pronto oscurecerá y espero el sueño como la más bella ofrenda. Este apremiante mandato se ha alargado en demasía. Necesito un fulgor que me permita saldar las míseras obligaciones, necesito un contundente fulgor y nada más.
Recta final, al fin contemplo tu inasible distancia.
La puerta emite su chirrido característico y hombre animé irrumpe altanero. No pronuncia ni una sola palabra, solo acaricia al felino con infinita ternura.
Todo ha sido tan difícil, tan agotador. Puro simulacro es el desafecto. Un silencio que oprime tanto, que hiere tanto. Las enfermedades subrepticias, el rechazo a las emociones, dulces máquinas de guerra. Intento proseguir con mi labor, pero es imposible. No puedo continuar levantando un mueble al que le faltan tantas piezas, al que le sobran tantos tornillos.
Hombre animé viene del gimnasio. Lo contemplo unos minutos e intento hablar. Sin embargo, la voz no me acompaña. ¿Alguna vez fue mío este acento? Tal vez sí, tal vez no. Poco importa y nada prevalece. Abro la puerta del baño y hombre animé ingresa intentando sonreír. Siento su humedad, su perfume salado, su masticada rabia. El agua cae vertical desde la ducha y yo limpio el espejo turbio. Otra tentativa de sonrisa, gracias por la comprensión. Vapor tan caliente, pequeños gotas salpicando los baldosines, gruesos pelos en el lavado. Hombre animé amarra una toalla a su muy tonificada cintura y camina parsimonioso hasta la habitación. Yo me dirijo hacia la cocina y entonces sirvo unas copas de cerveza negra, extremadamente fría.
Soy un gato que espera una caricia.
Coloco música en el televisor. Temas lentos, temas tristes. Hombre animé se presenta demasiado perfumado. No hacen falta las cruces ni menos aún los esfuerzos. Una escalera de clemencias, la misma letanía se repite incasable. Ya no quedan rastros de la cerveza. Lo que fácil llega, fácil se va. Hombre animé se dirige al dormitorio por segunda vez. Yo prosigo armando el mueble, con más porfía que destreza. Faena inconclusa, proyecto inacabado. No encuentro la hebra, no la encontraré jamás. Al fin voy a acostarme. Un regusto amargo inunda mi garganta. Hombre animé ronca sonoramente. Me tiendo a su lado. Otra noche, otro amanecer, el último. Mañana arribarán más huéspedes y debo concentrarme para no fracasar en la absurda representación.
Cuando era niño, todos los sábados despertaba al amanecer, a las seis en punto Mi hermana ensayaba con su violín justo ese día y justo a esa hora. Vaticinio cruel. Por cierto, ella también trabajaba su música en otros tiempos y otros espacios, pero nunca el violín me fastidió tanto como los peregrinos sábados. Mi hermana pertenecía a la orquesta filarmónica juvenil de Temuco y estrujaba los minutos antes de salir de casa. Yo odiaba las cuerdas, aún las odio. Encolerizado, enrollaba la almohada sobre mi cabeza, para así mitigar el magnífico estruendo. Intento pueril, la música me taladraba los tímpanos. Contra todo pronóstico, mi hermano nunca tuvo problemas con las punzantes cuerdas. Tendido al otro lado del dormitorio, él continuaba cabeceando como si nada sucediera. Yo miraba su ombligo hirsuto levantarse y luego hundirse.
Mi hermano: el único hombre que he amado en la vida.
Nunca fui benevolente, nunca decidí el destino de nadie.
Mi hermano: ya no quiero vivir en una jaula con vista palaciega.
Ombligo travieso, círculo perfecto.
Un día acompañé a mi hermana a una clase de violín. No era el ensayo de la orquesta juvenil filarmónica, no. Era la lección particular que ella sostenía con su profesor. Fue un jueves, creo. La Escuela de Música se alzaba en Rodríguez; entre Trizano y Francia, por ahí. Calles repletas de enormes casonas coloniales, francamente horribles. Recuerdo a mi hermana presurosa, con su hermoso pelo bamboleándose al viento. Y yo tres pasos más atrás, intentando inútilmente alcanzarla. Aún proseguimos tal cual. Debo abreviar. Ahora me vislumbro arrellanado en un banco de madera, esperando que mi hermana termine su eterno estudio. En mi regazo atesoraba Lautaro Joven Libertador de Arauco, de Fernando Alegría, libro que me acompañaba a casi todas partes. Yo tendría unos diez años, calculo. De pronto, se acerca un hombre de pelo largo y enrulado, que acarreaba una flauta traversa entre sus manos. Me ausculta de pies a cabeza, desde las uñas hasta la última pelusa. Yo me limito a observar los guijarros del suelo. El hombre se sienta junto a mí y coloca la flauta a un costado. ¿Qué lees?, pregunta cortante. Un libro que me regaló mi abuelo, contesto tembloroso. Es raro que alguien lea tan ensimismado, asevera tocándose la oreja. Para mí no es raro, es lo que hago siempre; retruco con la voz un poco más firme. Un hermoso gusano de seda atraviesa el húmedo corredor. El hombre me acaricia levemente el pelo y quita el libro de mis manos. Un minuto, dos minutos, tres minutos. Al fin me devuelve el libro. ¿Podrías leer un párrafo en voz alta?, susurra lánguido. Claro, si usted así lo quiere; respondo con la cara enrojecida. Leo con inusitado aplomo, con presumida afectación. Cuando finalizo la página, el hombre bosteza hondo, parece agotado, claramente abatido. Lo haces muy bien, señala después de un rato. Gracias, exclamo entrecruzando los brazos. El hombre se aleja y yo contemplo su ancha y fuerte espalda. Vuelvo al libro, pero la lectura ya no quema. Y cuando no quema hay que dejarla. Durante todo ese tiempo, de los salones se propagaba la misma obstinada melodía. Nunca he podido recordar cuál era, aunque lo sospecho.
Una flauta traversa quedó olvidada en el banquillo. La tomé un instante, pero no me atreví a soplar.
Cantagallo, Montt pasando Bulnes. Recorro una ampulosa tienda de caset y yo casi no tengo caset. Solo los que heredé de mi hermano, los que se salvaron de la pira. Debía elaborar una casetera en la fatídica clase de arte, solo así me salvaba de repetir el curso. Por eso andaba comprando caset, buscando insignias y proporciones, contraseñas. Llovía tanto, tanto y al regresar a casa no encontré a nadie ¿Dónde se habían ido todos? ¿Existía el campo en aquella época? Prendí la tele y una película en blanco y negro apareció frente a mis ojos. No era ni una comedia ni una tragedia, ni menos aún una tragicomedia Quizás solo deslices, ciegas aprehensiones que suceden en toda feliz estirpe. Derrotado me fui a dormir y cuando desperté, busqué desesperadamente el caset que se escondía en el personal estéreo. Fue un intento inútil. Ahora un prodigioso discman brillaba en el cajón de guardado. Pero yo tampoco poseía algún disco, ni nada parecido. Entonces, partí raudo a la tienda de música. Era un designio. Necesitaba tan solo un C D para probar el aparato. En la billetera guardaba el dinero que acababa de robarle a papá. Minucias insignificantes, ladrón que roba a ladrón. Tan expedita resultó la compra. Al salir de Cantagallo, al salir del boscaje, un muchacho albino me mira y se acerca circunspecto. Es mayor que yo, pero tan solo unos años. Avanzamos en órbitas. Frívola y perversa era la conversación. Luego, los inclinados y estrechos peldaños. Puro éxtasis, puro sudor en su modesta madriguera. El muchacho albino me confesó que estudiaba cocina, porque pretendía ser el mejor panadero del Wallmapu. Me hablaba atolondradamente de la masa madre, de la humedad de la miga, de la esponjosidad de la corteza. Tropezamos una segunda vez. Ocurrió en una fotocopiadora cercana al hospital. Gestos cómplices, gestos sinuosos, risas exageradas. Aquel día nos cobijamos en el bar Encuentro. Ni idea en qué calle quedaba aquel local. Lagos, parece; Mackenna, por ahí. Es tan prodigiosa la reminiscencia. Una súplica, un tormento, un gusano adherido al sexo mustio. Yo no tengo imaginación, solo poseo un agobiante registro. Existió una tercera y última vez. El muchacho albino paseaba a una anciana en silla de ruedas. Era una mañana brillante, sol tórrido y pesado. Arisca, la estatua de Kaupolikán nos doblegaba. Aquella mujer trágica, aquella mujer soberbia era su madre, o al menos eso supuse. Una anciana que finge incapacitante enfermedad, para así poder gozar mezquinos relámpagos de ardiente emancipación.
A ratos sueño con ver la tierra rodar, a ratos sueño con ver a mi hermano tan solo un momento.
Años de universidad, años de plomo. En la cuneta, una voz nasal me acaricia y me ofrece un café. Demasiado alcohol corre por mi sangre. Sumiso, cruzo la tallada puerta verde. El café era una estratagema. La taza rota esconde una grosera piscola y la vacío más que desesperado. Al frente de la cama se alzaba el computador. Voz nasal va entrando en mi cerebro, adueñándose de mis acciones. Tiéndete, descansa, respira lentamente, mañana no te vas a acordar. El perfume ácido de la cama me sosiega. Una estufa a parafina entrega calor a cuentagotas. Tiéndete, descansa, respira lentamente, mañana no te vas a acordar. Es demasiado rotundo el laberinto. No quiero cerrar los ojos, no quiero dormir. Pero un perfecto e inevitable letargo me embarga. Observo todo como si fuera otro, como si estuviera ante una película muda. No, acabo de errar el tiro. Estoy en un nebuloso musical. Gusano arrastrándose por la hoja marchita. Estoy en un aciago musical donde nadie habla, pero los parlantes de la computadora prometen hoscas sentencias. No puedo más, el sueño me derrumba. Arena en los ojos, arena en los pulmones. No sé cuánto tiempo acontece, pero lo olfateo. Despierto en paso doble, con la borrachera horadando mis sienes. Desde el primer momento entiendo todo, absolutamente todo. Ahora no escucho la voz nasal, no. Gusano en trémulo arrullo. Ahora escucho jadeos nasales, quejidos nasales, lamentos nasales. Es mejor hablar con la verdad, no siempre, pero hoy sí. Estoy completamente inmovilizado, estoy completamente desnudo de la cintura hacia abajo. No puedo mover las manos, no puedo mover las piernas. Extremidades tan rígidas, amarradas al respaldo de la cama. Un trapo nauseabundo oprime mi boca. A oscuras, solo puedo observar el brillo del ordenador. Corazón erizado, agonías nasales mojando mi cuello. Soporto los enviones, soporto el dolor, soporto el ataque, soporto todo. Cuento los acordes de la canción, intento memorizarla. Me lo advirtieron y no hice caso. Al fin un último soplo nasal, un último aullido nasal que se apaga irredimible. Solo recelo en mi cabeza, solo angustia en mi mesura. Maldito alcohol, bendito alcohol. Voz nasal duerme profundamente, eso parece. Me calmo, me extiendo, me despejo. Pienso rápido. Desato mis manos, desato mi boca, desato mis pies. No eran enmarañados los nudos. Mi desesperación y mi indolencia me impidieron escapar antes, mi perspicacia también.
Salté la reja con remozadas fuerzas y caminé iracundo. Línea perpendicular, línea del tren. Cuando arribé a mi dormitorio, revisé la hora, tres veces. Todo muy exacto. Eran las seis en punto de la madrugada. Esto será solo un pequeño sueño; me convencí, o por lo menos eso intenté.
El mueble, ya completamente armado, descansa en el pick up de una flamante camioneta roja. Nos dirigimos montaña adentro. Hombre animé maneja lacónico, ahora no intenta sonreír. Yo prosigo con mi herido simulacro. Al llegar a la furibunda catarata, nos fumamos un cigarro oteando el volcán nevado.
Manos a la obra.
Arrastrado por la corriente, el mueble se trasforma en un prodigioso cohete que cae descalabrado entre las afiladas rocas.
Llave inglesa, destornillador eléctrico, manopla de cuero, un manual de instrucciones, taladro inalámbrico.
Y adentro del mueble, la carga más valiosa.
Pablo Ayenao Lagos (Pitrufquén, 1983). Profesor de Castellano y Magíster en Ciencias de la Comunicación. Ha publicado los poemarios Fluor (2013), Antes que el Alba te Sacuda en el Pavimento (colib2015), la novela Memoria de la Carne (2015), y los cuentos Animales Muertos (2021).
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