Teófilo Cid regresa a Temuco: Apuntes sobre Niños en el río.
Niños en el río
Teófilo Cid
Coedición Inubicalistas y Caxicondor
Valparaíso, 2022
35 páginas
Uno
Niños en el río fue publicado en 1955, y se ubica entre otros dos momentos en la poesía del autor: Camino del Ñielol (1954) y Nostálgicas mansiones (1962). En una primera mirada parece un libro extraño dentro de la poética de Teófilo Cid, que asociamos al surrealismo y creacionismo. Acá el tema central es el abandono y la muerte al que la sociedad somete a los desposeídos y pobres, en este caso un grupo de niños que fallecen congelados bajo los puentes del río Mapocho en 1953 y cuya noticia estremece de tal manera al poeta que lo hace escribir esta elegía del dolor y de la redención a través de la palabra.
Sin embargo, no es extraño este poema dentro de ciertos principios éticos y de compromiso social al que los poetas de mediados del siglo veinte se sentían conminados. Sin ir más lejos, en Camino del Ñielol la descripción de una infancia y adolescencia ligada a un viaje a ratos onírico, a ratos reconocible geográfica y vivencialmente, permite una lograda síntesis entre lo visible y lo invisible de su escritura. El propio Cid lo llamó “una autobiografía ideológica” en que su poesía vuelve al realismo. Camino del Ñielol debe ser uno de los más importantes libros escritos sobre la identidad de una ciudad y las relaciones que se establecen entre el recuerdo familiar y el peregrinaje por la historia. Como en todas las estéticas que superan la gratuidad de un automatismo de salón, Cid logra construir un texto donde los viajes al inconsciente están al servicio de las ideas que se quieren plasmar y no al revés. Y sin olvidar algo que no siempre se recuerda: el surrealismo, antes que todo, es una filosofía de la moral, una política del cambio social y revolucionario.
De esta forma, no podría sorprendernos tanto la escritura de Niños en el río cuando el poeta se hace cargo de estos versos escritos en su anterior libro sobre Temuco: “Oh señor de la Frontera/ Tú que guías el paso de las aguas/ Por dédalos de siembras y de bosques/ Sin que nunca desorientes a los hombres,/ Vuelca el polen de tus flores/ En la voz de los poetas de mi tierra,/ Dales ánforas de miel a sus palabras/ Y conviértelos en piedra/ Si no cantan lo que ven”. Conviértelos en piedra si no cantan lo que ven. Como si esta oración fuera una tarea autoimpuesta, los versos prístinos de Niños en el río dan cuenta de ese compromiso con la realidad y sus complejidades. El poema en su totalidad es: “un torbellino de intranquilidad y angustia que se expresa, por ejemplo, en las inquietantes repeticiones de fórmulas lingüísticas que horadan la imagen representada. Se podría decir que el poema es una elegía que expresa la imposibilidad del lenguaje de nombrar el horror”, según señala Claudio Guerrero en el prólogo y quien ya en su largo ensayo Qué será de los niños que fuimos. Imaginarios de infancia en la poesía chilena (2017), había analizado estas dos obras (Camino del Ñielol y Niños en el río) como estados posteriores que superan la etapa del grupo La Mandrágora en la obra de Cid y que rompen con esa idea de una poesía encapsulada en un mundo lejano de lo político y social: “Estas dos obras nos terminan por ofrecer una dimensión más compleja de la estética cideana, más allá de la poesía negra que alguna vez pregonó en su etapa mandragórica y que vinculaba directamente con la infancia, en cuanto orden irracional, onírico, totalmente opuesto al orden racional de la cultura”. Si Teillier aspiraba a la creación de un realismo secreto, Cid postula un realismo mágico, que en palabras de Guerrero “busca ampliar el registro de lo real (…) hacia una intimidad poética que poco a poco fuese despojándose del yo para conectarse con aspectos concretos de la realidad mediante un simbolismo acabado”.
Sirviéndome de estas palabras, quisiera señalar algunas ideas que la lectura de este breve poema me ha provocado:
Lo primero, es lo lejos que parece estar la poesía, y no solo la más reciente, no de la res pública, sino del prójimo: así, con cierta connotación religiosa y jesuita, casi marxista. El poema de Cid puede parecer, en una primera mirada, un tanto desfasado, el eco de una plegaria imposible de tener un símil entre las poéticas de hoy en día.
Así, ese compromiso que se respira desde la nota introductoria: “Si la poesía es crítica del mundo real y de sus defectos, este poema ha realizado el cometido que su autor trató, sin duda, de darle. Corregir esos defectos, demarcándolos y encimándolos en un pedestal de emocionada reprobación, es tal vez, la única misión verdadera a que todo poeta debe aspirar”. Esta declaración de principios solo puede entenderse por la fecha que el libro fue escrito y luego publicado. Sin embargo, pareciera un reclamo hacia el estado actual de las relaciones entre el escritor y su tiempo, un llamado de atención sobre el papel que nuestras escrituras tienen o les dejamos tener, por comodidad, por indiferencia, porque se piensa que es una vieja discusión ya zanjada en las décadas del 60 o 70.
La degradación paulatina del oficio poético y su importancia en la sociedad, ha ido aparejada al descompromiso social de los escritores o el juego de un papel menos activo.
Y no se crea que digo que las poéticas de hoy no hablan sobre lo que sucede, sobre la realidad y sus complejidades: las hay y muy variadas. Señalo, más bien, una intuición: que el otro (los otros) no son una responsabilidad personal y social. La degradación paulatina del oficio poético y su importancia en la sociedad, ha ido aparejada al descompromiso social de los escritores o el juego de un papel menos activo.
En segundo lugar, veo la vieja querella entre el lenguaje y su capacidad de reflejar (sí, reflejar) la belleza, la mirada primigenia o el dolor, que se expresa en las primeras estrofas del poema en una potencialidad, una vitalidad, un poder ser que se transformó en “sueños congelados en los labios”, o en rostros que moldea “una gélida escultora”. Cid es un poeta que siente vergüenza de un día que “tiene el rostro entre las manos”. Su perplejidad frente a la muerte es la misma que siente frente a las palabras que no pueden materializar ese dolor. Su reclamo está dirigido tanto a las palabras como a los otros (a sí mismo?) por no asumir como propia la tragedia de estos infantes: “Nadie sabe ya llorar/ En la antigua soledad resonante como un órgano,/ Llorar a solas de piedad/ Por aquellos que no fueron sino flores desdeñadas/ Sin pasión de jardinero que su aroma cultivara”. Para luego repetir: “¡Nadie, nadie, nadie!”
La insistencia en lo indiferente del género humano se reitera a lo largo del poema en versos como “el mundo ya no tiene lágrimas que dar”, “Nadie ha mirado estos puentes”, “Solamente la noche/ Los miró con amor”, “Solamente la noche los amó”. Que no vengan después, cuando ya es tarde, dice el poeta.
Quienes conocieron a Teófilo Cid concuerdan en el desprecio que sentía por la sociedad que le tocó vivir, y que derivó en un acentuado alcoholismo y una degradación personal que pocos se podían explicar por la radicalidad que adopta. Pienso que el poeta, quizás, asumió como propio el devenir de los desamparados y marginales, frente a una sociedad y un mundo intelectual incapaz de dar respuestas. La de Cid es una cristología del desarraigo existencial, pero no del desapego a las ideas. El poeta fue un eximio conversador y un intelectual de primera línea reconocido ampliamente por sus pares. Dicen que era capaz de consagrar o condenar a un escritor con sus juicios. Dicen que a su mesa no se sentaba cualquiera. Era, en palabras de Alfonso Calderón “un escéptico lúcido que creía en el inminente drama histórico que acechaba al escritor”, ese drama o sino que lo llevó a desdeñar de todo y todos los que escaparan a sus preceptos morales. Porque como cualquier gran escritor, Cid era también un gran moralista. Asumir ese drama histórico le hizo un desheredado de toda ambición que no fuera literaria, una convicción que lo hizo “cambiar el mundo de la luz radiante por el laberinto de las sombras”, según Luis Sánchez Latorre.
Dos
Quisiera reflexionar brevemente sobre el sino de algunas poéticas y tendencias estéticas en la memoria o historia de la literatura chilena: historia de la lectura más que la escritura, como ya se sabe.
El que algunos autores adscritos al surrealismo o la poesía metafísica, fundamentalmente, no tuvieran, durante décadas, la relevancia que se merecen, tiene que ver con el descrédito en que estas poéticas caen producto del auge de la antipoesía a partir, principalmente, de la publicación de Poemas y antipoemas, en 1954. Parra es quizás el último poeta en levantar las banderas de una vanguardia, el manifiesto de una poesía totalizante y totalizadora. A diferencia de lo que postula explícitamente, el antipoeta habita el último Olimpo al que le quedaba por acceder: ser el mesías de lo popular, el líder escéptico que reivindica el anarquismo y la risa como banderas de lucha. El parnaso de la claridad y la calle. En apariencia y solo en apariencia. Porque la antipoesía es una poesía académica, que más que cualquiera, solo puede concebirse dentro de una teoría que la valida siempre en oposición a otra: sea esta de salón, de gafas oscuras, de capa y espada, de sombrero alón, de vidente. Lo extraño es que sin ese soporte teórico es una larga carcajada en un auditorio vacío. Una poesía que no está escrita para las grandes audiencias, sino para una reducida intelectualidad capaz de descifrar sus complejas claves contextuales e intertextuales.
Creo que desde la generación del 90 en adelante ha existido una revalorización de las poéticas surrealistas y metafísicas que no se ha detenido.
Más tarde, la historia le respondió con la misma fuerza con que alguna vez el poeta de Las Cruces denostó a sus pares. Su descrédito en nuestro país no se justificó, pero es quizás comprensible en un territorio donde el ninguneo y la cancelación constituyen el verdadero canon. Recuerdo que en los 90 ya se alzaban las voces que trataban a Parra de viejito chistoso, y a su credo como la práctica de quien no podía hacer poesía a lo Gonzalo Rojas, por ejemplo. Tuvo que llegar Bolaño para poner las cosas en orden y el mismo Nicanor reconocía que la revaloración de su obra le vino con los juicios laudatorios que el autor de Amberes profirió en su momento. Revival de la antipoesía que venía sufriendo un desgaste progresivo, no tanto por su pater familias, sino más bien por la proliferación de sus seguidores acríticos.
Creo que desde la generación del 90 en adelante ha existido una revalorización de las poéticas surrealistas y metafísicas que no se ha detenido. Autores como Braulio Arenas, Enrique Gómez Correa, Teófilo Cid, Jorge Cáceres, Jaime Rayo, Omar Cáceres, junto a autores que nunca han pasado de moda, como Eduardo Anguita, Rosamel del Valle o Humberto Díaz Casanueva, vuelven a tener preponderancia en la discusión, y sus obras vuelven a ser leídas, todavía lejos, por supuesto, de la difusión que merecen.
La enseñanza de las generaciones del 50 y del 60, pienso ahora, es que se pueden construir identidades poéticas no en oposición, sino en diálogo con otras estéticas y otras tradiciones. Lo que hemos debido pagar con la actitud contraria es la idea de que solo existimos en la confrontación, la omisión y el silencio de los otros. El último empeño denodado por establecer este tipo de poéticas de la negación, es la neo vanguardia de Zurita y cierto sector de la novísima.
Sin poder ya defenderse, muchos poetas tuvieron que cargar con el estigma de que el surrealismo chileno era una mala copia del europeo, de segunda o tercera clase. “El surrealismo asfixió a mi generación”, señaló en su momento el propio Cid. Acostumbrados a repetir como papagayos, supongo que esto se fue reproduciendo de forma acrítica, sumado a lecturas superficiales y a la dificultad que ciertas poéticas entrañan.
Pienso en qué momento creímos que si no se podía fijar una idea en un verso eso no era poesía. Es Enrique Lihn el culpable? Existe un gran salto, y me refiero a los poetas y sus prácticas escriturales, desde la generación del 50 en adelante (con la excepción de Carlos de Rokha que es casi un poeta fronterizo entre el 38 y el 50), donde ya casi no se practica una literatura de ese tono dionisiaco que alcanza sus cotas más altas en las poéticas de las generaciones del 20 y del 38. De ahí en adelante los poetas al sur de la realidad serán casi una excepción: Waldo Rojas y Raúl Barrientos en el 60; Jorge Salazar, de Temuco, en los 80. Javier Bello y Pedro Montealegre en los 90.
O será que de nadie es la culpa y simplemente el horno no está para neo mandrágoras, creacionismos varios, lecturas a través de un vidrio oscuro.
Tres
Mis primeros recuerdos del poeta están ligados a la figura de Jorge Teillier y su poema “Aparición de Teófilo Cid”. Me permito volver sobre algunos fragmentos:
Antes del lóbrego fluir
de los taxis por la ciudad nocturna,
antes de los gatos y perros vagabundos
rodeando los tarros de basura
que crecen para el alba de los desventurados
antes que los brocales de la Frontera
fueran cerrados
por el trabajo de las abejas de la muerte
en los turbios espejos de las pensiones,
el río recién nacía al reflejo de su rostro
unido al rostro de su amada,
y a su paso florecían las lomas de la infancia,
(…)
Ahora
que el náufrago de la noche,
el viejo gladiador vencido
desdeñado por la luz de la ciudad
“servidora sólo de los ricos”
sea hallado por la lluvia del Ñielol
que piadosa lave sus huesos
y nos devuelva su rostro original.
Ahora que su recuerdo sea la llama azul que remienda los puentes
preparando el paso de la primavera
que viene a oprimir locamente los timbres
y su palabra
esa flor que nos aguarda entre los escombros
del tiempo que nos vence
y que él ya ha vencido.
En su libro Estudios sobre poesía chilena, bajo el nombre “La mitificación de la pobreza en un poema de Jorge Teillier”, Juan Villegas señala: “En ‘Aparición de Teófilo Cid’ se combinan e imbrican líricamente motivos tradicionales de los lares con un proceso de mitificación que transforma al protagonista en un redentor o enviado poseedor de un mensaje válido para todos los seres humanos. La elegía a la muerte de un amigo llega a ser la elegía de un redentor de la humanidad”. Para luego concluir: “El hablante ha convertido a Teófilo Cid, amigo de los bares santiaguinos y maestro de poetas nocturnos, en un ser que supera la muerte y el tiempo y cuya poesía ha de servir de fuente de esperanzas”.
Con esa imagen de Teófilo Cid me quiero quedar: la de un poeta que más allá de sus opciones personales y su forma de vida, obviamente respetable y válida (pero de las cuales ya no es necesario hacer apologías o discursillos moralistas) supo construir una obra sólida a la que es necesario volver para encontrarnos con la voz de La Frontera, de la crítica social, de los sueños y los inagotables mundos oníricos.
Niños en el río es una obra que se debe leer y agradecer: agradecer al impulsor de su idea, el poeta Claudio Guerrero Valenzuela, y a la co-edición Inubicalistas y Caxicondor, que vienen a saldar una deuda que las nuevas generaciones tienen con una tradición poética que, desde el pendenciero Pablo de Rokha, el mejor Neruda, los maestros Rosamel Del Valle y Díaz Casanueva, el oxígeno críptico de Huidobro, La Mandrágora negra-irreverente, y todo ese cortejo de poetas alucinados que apostaron por la fiebre, las visiones y el sol, ha ensanchado de manera inagotable las posibilidades de la palabra.
Ricardo Herrera Alarcón (Temuco, 1969). Profesor de Castellano. Editor de revistaelipsis.cl y de Editorial Bogavantes de Valparaíso. Ha publicado Delirium Tremens (2001), Sendas Perdidas y Encontradas (2007), El Cielo Ideal (2013), Carahue es China (2015), Santa Victoria (2017) y la antología Todo lo que duerme en nuestro corazón desembocará un día en el mar (2020).
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