Mi percepción se extravía entre blancos nubarrones. Nunca trepé un árbol tan tupido, tan escarpado. Perforo un macrobiótico snack de frutos secos y mastico apático, disimulando mi apetito. Una semilla y otra, un caramelo y otro. Aún no existen errores, aún no existe un lugar sosegado. Lo que ocurre al final de la travesía requiere otra crónica. Ahora solo bosquejaré un punto ciego, un punto distraído. El pelo cae ondulante en mi cara, vano intento de ocultar las erupciones.
Esta crónica me está provocando más de lo vislumbrado en un primer minuto. Escribo sobre cualquier cosa. Voces, recuerdos, imágenes. Escribiendo sobre cualquier cosa podré alcanzar la fluidez requerida, al menos eso creo. No importa aquello que se estampe en la hoja, porque cuando reconstruya los signos algo medianamente satisfactorio emergerá. Me sostengo en esa ilusión y continúo disciplinado.
Intento mantener la espada recta. Cada día me preocupa más la salud, es inevitable. Contemplo abstraído el techo de latón, pero mi cabeza vuelve al celaje, a las maquetas anodinas. Siempre he padecido un reverencial pánico a las alturas. Y yo frente al miedo no puedo responder, solo caigo hipnotizado.
Entelequia tras entelequia, el despertar es siempre un fastidio. Los virulentos reportes no se extinguen nunca. Está comenzando a entibiar el sol, habrá que presentarse a la multitud. Expectativas inexistentes, expectativas como el peor de los estropicios.
En la vida nada se elige, o casi. Tras una retina siempre anida el vacío.
No debo seguir inventando deslices, inventando enfermedades, inventando amores. El silencio es una irradiación que necesita tiempo para solidificarse. Ya no queda ningún maldito fruto seco en la bolsa, ninguno. Tendré que abandonar el polvoriento ojo de vidrio y comprar un sándwich grasoso.
Llamadas pérdidas, un taxi y otro taxi, rudimentarios mensajes de voz. Me agotan tanto las correrías, me agota tanto lo expedito. Ciudad ignorada, edificios enormes, avenidas convexas. Estoy bien, gracias. Te aviso cuando llegue a la residencial. Mañana hablamos, ahora descansaré. Yo igual te quiero, besos. Aún no he extraviado nada, tu preocupación me alienta. Todo lo aguantan las impasibles respuestas automáticas. Prefiero escribir antes que hablar, y por eso ahora duermo en una cama que no es mía, en una habitación que no es mía, ocupando un papel que me asfixia inexorable.
Cuando niño siempre viajaba en tren. Era más barato que el bus. Todo resultaba soberbio arriba de una locomotora. Mi padre repetía hasta el hartazgo que su sueño frustrado era ser conductor de ferrocarril. Los vagones parecían un lugar de resguardo, al menos en su delirio. Yo siempre imaginaba que el tren en que viajaba lo conducía papá. Nunca le conté a nadie aquellas minucias. En mi mente, mi padre era absolutamente feliz tan solo un instante. Viajaba muy seguido, desde Pitrufquén hasta Lanco, para ver a mis abuelos que vivían allá. Viajaba siempre con mi hermana y con mi madre, Jean Seberg. Mi hermano mayor se quedaba acompañando a papá, en Pitrufquén. Él nunca se llevó bien con los abuelos y ahora que lo pienso, mi hermana y yo tampoco queríamos a esos ancianos. Pero éramos muy pequeños para poder rebelarnos. Gorbea, Lastarría, Quitratue, Afquintue, Loncoche, La Paz. Pueblos colmados de cenizas, casas encaramadas unas a otras, patios minúsculos y casi siempre hundidos, niños saltando los rieles con los mocos colgando, recios piedrazos que sacudían los vidrios atestados de mariposas reventadas. Un señor de fino bigote y vestido impecablemente de saco y corbata, ofrecía avellanas y maní tostado. También ofrecía contundentes almuerzos. Recuerdo el plato de arroz con bistec que bailaba en una reluciente bandeja roja. Con mi hermana observábamos desde lejos la comida. Nosotros siempre teníamos hambre y Jean Seberg nunca tenía dinero. De esos viajes solo existe una foto. Mi madre viste un chaleco azul petróleo y una insípida falda café. Parece evangélica. A su lado, asoman una niña rozagante y un niño moreno, que se disputan fieramente el asiento. Pero aquello que resalta de la imagen es solo el decorado. Una inmensa ventana mojada por la lluvia, una inmensa ventana que contiene espinosos matorrales completamente torcidos. Viajábamos siempre al descargarse el temporal, lo que carece de importancia por ahora. Lo importante era el señor de boina gris, tan circunspecto, pinchando esos gruesos boletos de cartón piedra. Antes de llegar a Lanco debíamos atravesar un montañoso túnel. El tren quedaba totalmente a oscuras durante breves minutos y todos los pasajeros, o casi, gritaban asustados. Pero era puro embuste, nadie se espantaba de verdad, ni siquiera los más pequeños. En el terminal de Lanco nos recibían los abuelos. Pura madera apolillada. Mi abuelo siempre borracho, pero no tan odioso; mi abuela cantando canciones apocalípticas y rezongando sobre su inminente partida. Evoco a Jean Seberg tan perpleja, obligada a compartir con esos padres que despreciaba tanto. A medida que escribo van apareciendo otros impulsos, otros resentimientos. Yo intentaba, pacientemente, ganarme el cariño de algún mezquino adulto. Mi tío, que vivía con los abuelos, me mostraba a hurtadillas unos calendarios de bolsillo con imágenes de vaginas hirsutas. Para que te hagas hombre de una vez por todas, susurraba en mi oído. Todas las mañanas del mundo mi abuela colocaba un caset de Los Temerarios. Todas las noches del mundo compartía la cama con mi hermana. Traviesas babosas surgían desde imperceptibles orificios y ofrendaban su tierno vestigio de plata. Sí, esa casa estaba infectada de encantadoras babosas. Lanco, tantos recuerdos de Lanco. Mi abuela todo lo relacionaba con la cuesta de Lastarria. La alfombra está más chueca que la cuesta de Lastarría, el plato está más chueco que la cuesta de Lastarria, el cuadro quedó más chueco que la cuesta de Lastarría. Y yo me preguntaba ¿Qué será la cuesta de Lastarría? Dejé de ir a Lanco a los doce años, existió un quiebre definitivo que no detallaré nunca. En la casa de mi abuela, en la mesa de centro se alzaba un hermoso perro de loza. Ni idea por qué, pero al final yo me quedé con aquella desgastada escultura. Ahora el perro de loza me mira desde su lugar en el escritorio, y me sugiere resignadas contraseñas. Cuando regresábamos a Pitrufquén, mi padre y mi hermano siempre nos esperaban en el andén. Nunca faltaron al encuentro. Mi hermana era la favorita de papá, la que logró salvarse de todo. Retengo tan nítida aquella acuarela. Mi hermana lanzándose con el tren aún en marcha y mi padre atrapándola en el aire. Por supuesto, yo nunca me atreví a dibujar aquella cabriola, además no creo que mi padre me hubiera querido atrapar.
Vía totalmente despejada. Corazón hecho polvo.
Pasaron como treinta años, poco más, poco menos. Ahora mi sobrino toma firme mi mano derecha y me guía. Nos dirigimos hacia la estación de trenes de Temuko. Los pequeños van de paseo, kínder va de paseo. Por el día, claro. Un viaje relámpago. Solo ida y vuelta desde Temuko hasta Victoria. Dejo a mi sobrino con las parvularias y comienzo a deambular. Es necesario hacer tiempo, así que lánguidamente recorro el barrio Tucapel. Bello barrio: antejardines frondosos, pasajes adoquinados, murallas aguerridas. Entonces, casi sin pensarlo, arribo a la casa del moribundo limonero, aunque creo que era un palto. Me quedo en la entrada, esperando que aparezca una ráfaga de ternura en la ventana, esperando que asomen unas febriles excusas tras el velo deshilachado. Pero nada sucede y es mejor así. Al final, termino escribiendo en las graderías de una cercada multicancha, hasta que aparecen unos solícitos funcionarios del Cesfam que al instante comienzan a tomar exámenes de sangre. Resignado, me dejo atrapar por el delicado enfermero y contesto el cuestionario con implacable franqueza. Mientras la aguja irrumpe en mi cuerpo, pienso en mi sobrino y los recuerdos que atesorará del tren trepidante, tren vegetal. ¿O no atesorará ninguno?, No, no atesorará ninguno. El delicado enfermero registra mis datos, tan sonriente, pero yo no puedo aceptar su cortesía. La multicancha, hermético concreto, encoge mis pasiones. Vuelvo entonces a deambular, esperando que un precioso ridículo emerja desde el altillo y lance un manojo de llaves. No me acostumbro al desamor. Cuando regreso a la estación de trenes, contemplo a mi sobrino tan aborto en el compartimiento de acceso. Parece feliz con su cotona blanca y roja, en degradé. El portentoso tren aún continúa en resbaladiza carrera. Si mi sobrino se arroja, yo lo atrapo en el aire. Por primera vez en la vida no me detendrá el miedo.
Nunca supe el resultado de los exámenes, nunca supe el resultado de nada.
Un escape al sur. Esa fue la última vez que anduve en tren. La idea fue del Willy, estoy seguro. Él siempre dirigió esa pequeña manada, mis amigos de la perturbada escuela de derecho. Era un verano fatal y ni idea por qué acepté afrontar aquella excursión. Supongo que estaba aburrido, o anestesiado, o simplemente quería escapar de casa. Éramos cuatro jóvenes necios camino a Osorno, pueblo que gozaba de una irredimible fama de soporífero. Esto último no lo pude comprobar. El viaje era asfixiante, las butacas duras, los baños asquerosos. De pronto, el Willy sacó la guitarra y cantó un rato. Situación nada agradable. Detesto el guitarreo, detesto las coplas, detesto el coro griego. Llevaba un par de libros en la mochila. Leía a Virginia Wolf por aquellos años, o intentaba leerla mejor dicho. Estábamos a punto de llegar a Paillaco y súbitamente algo sucedió, algo aciago. El tren frena de golpe y la guitarra cae al piso. Todo tiembla, todo parece quebrarse, todo se escurre. Suceden unos minutos absurdos, minutos de silencio. Nadie parece herido y, algo aliviado, creo que fue solo un sobresalto. Pero no, los policías irrumpen prestos y escudriñan todos los vagones. El tren atropelló a una niña, señaló súbitamente un paco. Nunca escuché el ulular de la ambulancia, nunca escuché un alarido infantil. Suceden otros minutos aún más absurdos y entonces nos bajamos de la máquina. Aliento frío, escaso. Con los muchachos nos tumbamos en el pasto reseco, esperando reanudar los idénticos planes. Éramos ingenuos, ni tan amigos tampoco. A la pequeña, el tren le mutiló el brazo; volvió a informarnos el paco. Algunos pasajeros, pobres bestias, comenzaron a remover todos los arbustos que rodeaban la línea férrea; buscando aquel perdido brazo y así poder volver todo a su lugar. Veinte, cuarenta, ochenta, cien metros. Un perímetro totalmente demarcado, pero que parecía imposible de rastrear con tanta enmarañada vegetación Yo pensaba en la niña intentando afanosamente lavarse los dientes sin su brazo, mientras el Willy cantaba horribles canciones de protesta con la guitarra rota. El tiempo pasaba tan torpe y siguió tal cual, mil horas acumuladas en el sopor de una tarde imposible.
Una niña sin su brazo y yo escribiendo con mi mano dormida. Ahora espero la ilustre caravana de casas rodantes y mi pelo anaranjado ondea al viento, ahora espero la mohosa caravana de casas rodantes y realizo este último esfuerzo. Una niña sin su brazo y yo letárgico, llamándola descorazonado.
Por la ventana del avión se asoma un magnífico tren, que atraviesa toda Alaska, de este a oeste y de norte a sur. Un tren con una cubierta totalmente cristalina, para así poder contemplar las montañas, los fiordos, los osos polares.
Rebusco una panorámica rotunda, una panorámica que aliente esta descalabrada permanencia. Por eso, la noche finaliza en la sublime torre Kaupolikán. Y frente al ascensor art decó, aprieto desesperado el número cinco. Entonces las puertas se abren y una mujer de ojos negros con el pelo a lo Candice Bergen me apunta con una reluciente Glock 19.
Como de costumbre, la mente viaja más rápido que la bala.
Mi sobrino atesora solo un recuerdo de su viaje a Victoria. Dice que saltó del tren y yo lo atrapé en el aire.
Eso nunca sucedió.
Pablo Ayenao Lagos (Pitrufquén, 1983). Profesor de Castellano y Magíster en Ciencias de la Comunicación. Ha publicado los poemarios Fluor (2013), Antes que el Alba te Sacuda en el Pavimento (colib2015), la novela Memoria de la Carne (2015), y los cuentos Animales Muertos (2021).
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