«¿Te molesta que fume en la cama» por Pablo Ayenao

En el espejo, en la piel, los nódulos se extinguen y forman pequeños lunares azules. Puntos maltrechos, irremediablemente dañinos. Buscaré otra mascarada y, completamente resignado, esperaré otro remedio casero.

Humedad en los codos, pies ásperos, pupilas inmensas.

Última fiesta, pista saturada de rubores. Luz verde, recupero la presencia. Luz roja, escudriño una bestia. Luz de luna, sentidos al acecho. Luz violeta, delimito un espacio. Luz estroboscópica, me pierdo la mitad de la función,

Hace tanto tiempo que no bailábamos.

¿Te pido un indrive?

Esta noche volvimos a ser jóvenes.

Me parece lamentable.

Todo cuerpo presume mortajas que uno desconoce Y así, vanidosos y altaneros, intentamos sortear la siempre relamida noche. Tan agitado es el destiempo, tan rotunda es la desolación. Furiosos ruidos se acrecientan irremediables. Animales frenéticos, aviso de turbulencias.

Puro hastío, puro fulgurante hastío.  

En días extraños, los valientes arropan a los muertos y los cobardes arropan la nostalgia.

Ni la televisión me conmueve, ni la televisión me sostiene.

Cumbre de expertos, súbita sensación de libertad.

Tras la ventana, un hombre sostiene una naranja en la mano izquierda  y la lanza recta hacia el cielo. Un hombre que viste bata blanca. Parece joven, parece austero. Esa naranja simula un mundo magnífico, sostenido en dedos aún más magníficos.

Labores en el invernadero, raíz que nunca se robustece.

Apenas llega septiembre, aparece mi abuelo enclaustrado en el sanatorio. Parecía una torcaza en línea de tiro. Una de esas torcazas que le gustaba tanto almorzar. Mi abuelo no era pálido y su cirrosis fue su condena, quizás su premio. Cosas que cuestan demasiado. Iracundo en la cama, mi abuelo sucumbía frente a la impaciencia de sus dedos y desesperado tamborileaba el velador de metal. Por las tardes, con un tenedor de plástico golpeaba frenético la bandeja que acarreaba su insípida comida. Cuando la reclusión lo dejaba sin aliento, cogía el pan sin sal y lo desmigajaba. Luego, se dirigía parsimonioso hasta la amplia ventana. Hermosa, la plaza del hospital se apreciaba con toda intensidad. Estábamos en el quinto piso y mi abuelo arrojaba las migas al aire. Pero no caían hacia la calle, no. Los techos del hospital eran irregulares. Bajo la ventana del quinto piso se levantaban unas oxidadas planchas de zinc. Y Allí quedaban atrapadas las migas. Y allí se amontonaban las palomas dándose un festín. Solo entonces mi abuelo reía contemplando los aleteos y las plumas,  y yo lo acompañaba en su fugaz alegría. Esos son los momentos que más atesoro de él, alimentando las palomas, nunca cazándolas. Los perdigones estaban lejos de ser sus amigos aunque, muy a su pesar, siempre tuvo que enfrentarse con preciosas armas de distintos calibres.

Pero también persiste otra imagen. Completamente desahuciado, mi abuelo gritaba impetuoso. Los últimos días los pasó en mi casa. Ni idea el motivo y ni idea por qué estábamos solos los dos. Yo no me atrevía a ir a su dormitorio. La proximidad de la muerte me generaba vértigo. Siempre tuve plena conciencia de la extinción de la carne. Jean Seberg me había ordenado que antes de dormir debía despedirme de mi abuelo, desearle buenas noches, porque podía ser aquella noche la última noche. No le hice caso a mi madre. Nunca me despedí de mi abuelo, era un extraño y no podía desearle buenas noches a un extraño. Tarde inmisericorde, yo miraba televisión y lanzaba la cuchara de palo contra la pared. En ese momento escuché los gruñidos mi abuelo y me hice el tonto un rato, hasta que la culpa pudo más. Pensé, adiviné que el viejo estaba a punto de morir y fui a auxiliarlo a regañadientes, pateando el fastidio. Mi abuelo, con voz entrecortada, me rogó que le pasara el pato, ese horrible utensilio que usan los condenados para mear. Se lo entregué sin abrir la boca y hui presuroso. Al cabo de un tiempo absurdo, volví a sentir sus gritos. Ahora mi abuelo me exigía uvas, porque tenía tanta sed. Apremio incontrolable. En mi casa no existían las uvas, en mi casa nunca existieron los racimos Sin otra alternativa a mano, dispuse unas jugosas cerezas en un cuenco. No alcancé a lavarlas. Existió un último aullido y la muerte embistió implacable. Permanecí absorto contemplando el pato de plástico. Allí quedó atrapaba la orina de mi abuelo, la última orina de mi exasperante abuelo. Yo me comí las cerezas, y guardé un cuesco en mi bolsillo.

¿Vamos a ver al muerto?

Espérenme, le echo un  escupo al tarro.

Si todo sale bien, a la noche podemos golpear una estrella.

¿Una estrella de pólvora?

Sí, necesitamos piedras, necesitamos un estruendo.

Desde siempre, yo deformaba mis dedos. De puro rabioso, de puro desesperado, de puro infeliz. En los recreos, en la escuela, montaba un dedo sobre el otro y así creaba ingratas figuras. Las uñas se incrustaban en la piel y me dolía mucho, pero al menos tenía algo qué hacer. Ese dolor era mucho más soportable que quedarse en la pista de aterrizaje, escapando de los escupos y los golpes. Mi madre, al ver mi habilidad con los dedos, decidió matricularme en clases de piano, en la misma escuela de música donde mi hermana soportaba sus odiosas clases de violín. Apenas me auscultó el profesor, cuyo nombre ahora dejo pasar, me advirtió que tenía los dedos muy finos y que podía hacer grandes cosas con ellos. Yo le creí, fe siempre verdadera. Claro, era mi profesor. A punta de reglazos aprendí a leer música y a punta de empellones pude sacar algunas notas en el piano. Nunca una melodía completa y, por supuesto, nunca algo fluido. Yo era muy diferente a mi hermana, números decimales, casi números primos. Fueron tan solo tres meses de clases. Un día abandoné la sala, para no volver. Recuerdo que caía un poquito de nieve y recuerdo que justo al lado de la escuela se levantaba un hermoso buzón de correos. Comencé entonces con mi faena. Durante largo rato permanecí arrojando nieve dentro del metálico buzón. Estaba tan horrorizado. Pensaba que el agua convertida en cristal me ayudaría a resistir las soporíferas estaciones del año. Aquel insondable profesor de música, su ronca voz y la malicia de sus ojos quedaban atrás.

¿Te gusta el cereal al desayuno?

Nunca tomo desayuno.

No es fácil empezar el día, pero siempre hay que asumir nuevas  tareas.

Entonces, para aprovechar las tardes y el disgusto, comencé a jugar ajedrez. Creo que me fue bien. Otra vez los dedos eficientes, aunque el ajedrez se afrontaba con impasible percepción. Yo quería ser caballo y avanzar caprichoso. Tres pasos para el frente y uno al costado. Yo ansiaba saltar sobre los demás y alcanzar un lugar, cualquier lugar. Al final resulté una porfiada torre. Recta la espalda y movimientos tan precisos. Aunque se retrocede implacable. Sí, siempre es necesario retroceder.

Jugando ajedrez logré ser seleccionado del colegio y perdí la final regional frente a un muchacho de apellido extranjero que años después volví a encontrar. Ocurrió en San Martín con Kaupolikán, en esa escuela. Temuko no es pequeño, Temuko es amplio y algunos retozamos siempre en fríos eslabones convexos.

No soporto fracasar, me vi obligado a dejar los afanes.

Jean Seberg una vez usó sus dedos, todos los dedos de su mano derecha. Sucedió en el bus. Habíamos disfrutado unas horribles vacaciones, únicamente los dos. A mi madre, una prima lejana le prestó una casa en Coñaripe y allí retozamos durante exactos quince días. Jean Seberg se la pasaba drogada. Ella sucumbía entre la nicotina, las dipironas y los milagrosos ansiolíticos. Justo antes que irrumpiera la noche íbamos a la playa y nadábamos un rato. Solo podíamos juguetear en el agua a esa hora, ni idea por qué. Nadábamos antes de oscurecer y minutos después de oscurecer. Siempre nos acompañaba Pimienta, la odiosa perrita dueña de casa, la odiosa perrita que mi madre debía cuidar y que pertenecía a su casi prima. Jean Seberg nadaba en diagonal, una brazada corta para el frente y otra brazada larga hacia el costado. Yo salpicaba demasiada agua al zambullirme y patalear. No lo pasábamos ni bien ni mal, pero algo cambió ese verano. Era la primera vez que yo veía un lago y su extensión, su apariencia, su tonalidad, me causaron una total apatía.

En el bus de regreso a Temuco, Jean Seberg no se despegó del ventanal.

¿Te molesta que fume en la cama?

No, todo lo contrario. Me recuerda cuando era niño y dormía con mi madre.

¿Cuántos años compartiste la cama con Jean Seberg?

Dormí con mi madre hasta la noche en que se suicidó.

Yo no podía contemplar el paisaje. Un insistente mareo me lo impedía. Solo intentaba respirar. Las pastillas que me tragué antes de abordar el bus no resultaron efectivas. Y de pronto, en tan solo un segundo asalta el pestilente vómito y salpica mi hermoso sweater azul, el único sweater que me tejió mi abuela.

Ella, tan hermética, no era dada a los regalos ni a los cariños. Ella no era dada a nada.

Jean Seberg me observa de refilón y siento su asco, el asco que siempre me guardó se incrementa con el viscoso vomito que ahora inunda mi pecho.

Podrías haberme avisado y te pasaba una bolsa.

Nunca he querido molestarte.

No soy tu madre, pero me comporto como tal.

Gracias, yo todavía te quiero.

Y créeme que yo lo intento, créeme.

Mi madre saca un pañuelo de su cartera y me limpia la boca. Luego, me pega una bofetada que aún hoy soy capaz de sentir. A continuación, Jean Seberg me agarra de los hombros y me conduce al minúsculo baño del bus. Allí, en ese horrible cubículo, pasé el resto del viaje. Y para mi sorpresa, dormí como hace mucho tiempo no lo hacía. Todo es más hermoso sin el sol de la mañana. Cuando desperté, al llegar al sempiterno paradero Easy, un murciélago de terciopelo descansaba en mi pecho y se alimentaba de mi vómito.

Nunca he vuelto a Coñaripe, solo en sueños aparece aquel pueblo fantasma.

Me acomodo los lentes, desarmo mansamente el sweater que me regaló mi abuela y guardo las percudidas pelotas de lana bajo el enorme sillón de guardado.

Soy el único nieto de Jean Seberg.

Minutos insalvables, agónicos. Infancia que me doblegó.

Soy el único sobreviviente del día de los muertos, el único sobreviviente de la nave espacial.

Jean Seberg, lo prometo.


Pablo Ayenao Lagos (Pitrufquén, 1983). Profesor de Castellano y Magíster en Ciencias de la Comunicación. Ha publicado los poemarios Fluor (2013), Antes que el Alba te Sacuda en el Pavimento (colib2015), la novela Memoria de la Carne (2015), y los cuentos Animales Muertos (2021).

Imagen de la cabecera: Gustav Klimt, Anciano en su lecho de muerte (1899).