– ¡Te juro que es verdad! Cabro porfiado, ¡no me mires con esa cara! Estos tipos estuvieron en la ruina, sin un solo peso, fue gracias a mi plata que siguieron en pie, de no ser por mí, jamás se hubieran transformado en el imperio que son ahora.
– Pídele al garzón un cafecito descafeinado y sin azúcar. Si vas a tomar algo, trata de tomar un juguito de frutas y no una Pepsi cola que es puro veneno.
– Mira, ellos llegaron de Alemania arrancando de la guerra, se fueron para Argentina y en Chile pasaron algunos años en La Unión. A Temuco llegaron en el 50’ más o menos y ahí fue cuando los conocí. Tuvieron que dejar el colegio para hacerse cargo del restaurante de su papá, que estaba en calle Rodríguez al llegar a General Mackenna. Toda la familia participaba, su mamá era la cocinera, los hermanos atendían las mesas, Jürgen y Horst ayudaban a su padre con la administración.
– Yo fui cercano a Jürgen. Recuerdo que era muy delgado, descuidado con su ropa, bien simpático y muy bueno para conversar. En cambio, Horst era serio y formal. Siempre andaba con tenida de trabajo, hasta los fines de semana se le veía con pantalón, camisa y suspensores. Creo que nunca lo vi de otra forma. Ambos eran dedicados al trabajo, parecía que nada más les importaba, incluso el mismo Jürgen estudiaba en la noche y se iba a Santiago a hacer unos cursos de cocina para poder vender cosas sofisticadas en el local.
– A pesar de todo, Jürgen era apegado a su familia, hablaba más con sus padres y hermanos, era un tipo cercano. A Horst no parecía importarle tanto lo familiar, nunca lo vi como alguien muy cariñoso con sus padres, tampoco tenía muchos amigos. Recuerdo que una vez los convencieron de ir a un malón, fue bien entretenido, pero todos nos reíamos de lo mal que bailaban estos alemanes, muy tiesos y nerviosos. Se notaba que no salían a fiestas ni cosas de ese estilo.
– Con Jürgen conversábamos bastante dentro del poco tiempo que tenía. Horst en cambio apenas se dejaba ver, con suerte me saludaba y siempre andaba apurado. El primer problema que tuvieron fue sobre modificar el negocio, Horst pensaba achicar el restaurante y colocar una rotisería, así podía vender productos tanto a la gente que anduviera por el centro, como la que estaba comiendo en el mismo restaurante. Jürgen me dijo que la idea le parecía buena, pero en vez de una rotisería prefería mejorar la oferta del restaurante. Por algo estaba haciendo todos esos cursos de cocina donde aprendió a hacer tortas, kuchen, streusel, empolvados, los que supongo tenían influencia de su sangre alemana.
– Ahora ya no puedo comer tantos dulces, la diabetes no perdona. Te aconsejo cuidarte jovencito, podrías haber pedido una Pepsi-cola diet o un jugo como te dije. Cuando tengas mi edad te acordarás. ¿Dónde es que estábamos?, ah!, en la pelea por la rotisería. Mira, el sitio del negocio tendría más o menos doce metros de frente por cincuenta de fondo. Era un buen espacio. Horst pretendía quitarle cinco metros para instalar la rotisería y que diera justo a la calle. Jürgen, como te decía, era más cauteloso, quería consolidar el restaurante, pero Horst era muy insistente, no podía esperar tanto tiempo y al final terminó convenciendo a su hermano de armar el boliche.
– Horst se salió con la suya, pero con razón, les fue bien de inmediato, se llenaba de gente, el lugar era frecuentado por agricultores y dueños de fundos que se abastecían en Temuco. Luego iban a almorzar a su restaurante y aprovechaban para comprar fiambres, pasteles y cositas para la once. Incluso tenían pollos muertos desplumados listos para cocinarse, como los que venden ahora. En ese tiempo era toda una novedad ya que lo normal era comprarlos vivos.
– Al poco tiempo fue necesario ampliar la rotisería, pero ahí los dos hermanos estaban de acuerdo. De los cinco metros, la rotisería se amplió a veinte más o menos achicando bastante el restaurante.
– Horst era muy intransigente y por desgracia me enteré muy tarde que hizo lesas a varias personas. Tu tío abuelo, Max Lefenda, en ese tiempo se dedicaba a vender sus quesos en la feria de Temuco y tenía buena clientela. Horst le ofreció hacer un negocio para comprarle quesos a granel y ocuparlos en los productos del restaurant, no para venderlos, le dijo. Como Horst tenía capital y Max los quesos, podía venderle grandes volúmenes y hacerle un descuento. Negocio redondo pensó tu tío, pero apenas Horst conoció a los otros colonos, comenzó a tratar directamente con ellos. Le compraba a quien le hacía la mejor oferta. A los pocos meses fue peor gracias a que el mismo Horst se puso a vender quesos en la rotisería.
– También escuchaba que los dos eran muy hábiles para conseguir rebajas, mintiendo como unos descarados al decir que tenían mejores ofertas de otros proveedores. El apuro por vender hacía que muchos bajaran sus precios, incluso cercanos al precio de costo. Con todos sus proveedores eran iguales, tu padrino les vendía hortalizas y demoraban hasta dos meses en pagar, se defendían diciendo que primero era necesario tener caja y en eso demoraban más de un mes, ¡puras mentiras! Con solo tres días tenían caja, pero eran muy zorros, en especial Horst, siempre tenía el control y así podía invertir en otras cosas.
– Como bien sabes, la ambición de Jürgen y Horst no quedó ahí, especialmente la de Horst que no se conformaba con tener una rotisería sabiendo que en Chile ya existían negocios más grandes. Me acuerdo que en Temuco estaba el autoservicio de Ruiz de Loyzaga pero Jürgen hablaba mucho del Almac que conoció en Santiago. Era igual que los supermercados de ahora, vas con tu carrito tomando las cosas que quieres y luego pagas en una caja. En realidad, no estaban pensando en que un supermercado sería bueno para la ciudad ni para la gente, su preocupación era ahorrarse tiempo como vendedores. Como los productos estaban al alcance del cliente, no había que ir a venderlos sino reponer cada cierto tiempo. La idea era buena pero muy rara para la época, todos pensábamos que les iban a robar, era raro imaginar que cualquier pelafustán pudiera entrar a tu negocio, tomar mercadería y ver si elige pagar o robar, no señor, nadie creía mucho eso del autoservicio, pero Jürgen decía: “negocio que no da para robo no es buen negocio”.
– No me acuerdo si fue en el 60’ o 62’ pero a comienzos de la década inauguraron el autoservicio. Era bien grande para esos tiempos, unos ciento sesenta metros cuadrados, tenía pasillos bien estrechos donde podías andar con tu carrito. Todo muy moderno, fue un gran evento. Horst estaba nervioso, irritable, retaba a todo el mundo, pero cuando aparecía un cliente cambiaba su cara con una sonrisa. Era un sinvergüenza.
– El negocio no era malo. A todos nos sorprendió lo mucho que fue visitado. La gente no demoró en acostumbrarse al sistema de autoservicio. Tampoco ellos, ya que fueron aprendiendo rápidamente cómo hacerlo más eficiente. Al principio recuerdo que compraron mucha mercadería que no pudieron vender, algunos alimentos incluso se vencieron. Pronto eso fue mejorando, era un negocio de mayores proporciones, pero al pasar los meses fue visto como algo normal en la ciudad.
– A pesar de todo su esfuerzo las cosas no resultaron tan bien. Pocos saben esta parte, pero como te dije antes, estos viejos por culpa de su supermercado casi quedan en la ruina. La inversión había sido millonaria y al no tener más aliados debieron asumir todos los costos. Estuvieron varios meses solo pagando deudas, reponiendo mercadería y manteniendo el local. En ese momento con Jürgen ya ni hablábamos, el gringo prácticamente no dormía y por lo que me contaba Carmen –una amiga que trabajó en el supermercado– el ambiente laboral era muy malo. Los obligaban a hacer más turnos y les bajaron el sueldo. Horst estaba insoportable, más que de costumbre. Las cosas estaban color de hormiga.
– Volví a encontrarme con Jürgen en una reunión que nos invitó la municipalidad y la cámara de comercio. Venía un profesor húngaro traído por una universidad: el profesor Szempali, Ernst Szempali. Era bien simpático, estaban varios empresarios amigos de distintos rubros. En ese tiempo nadie se capacitaba para armar un negocio, no como ahora que para hacer plata los cabros de tu edad tienen que ir a la universidad. Aprendimos contabilidad, publicidad, crear promociones y ofertas. Como a mi ferretería le iba bien, tampoco ocupé mucho de lo que aprendí. Fue entretenido, pero nunca sentí el apuro por aplicar lo que nos enseñó el profesor. En cambio, Jürgen y Horst hicieron prácticamente todo al pie de la letra. Lo primero que implementaron fue un concurso donde los clientes sacaban una pelotita de una tómbola y podían obtener algún descuento por sus compras o incluso llevarse un premio. Fue un éxito, hasta yo empecé a ir más al supermercado e incluso una vez me gané una caja de chocolates. Al poco tiempo colocaron música en vivo –para que la gente comprara más contenta supongo– y tenían promociones por día: martes de las frutas, viernes de las carnes, por ejemplo. Todas esas ideas dieron buen resultado y su negocio empezó a mejorar. Sin embargo, el profesor les comentó la importancia de conseguir uno o más socios para soportar el primer embate, había que pagar deudas, sueldos, reponer mercadería, entre otras cosas que requerían una rápida inyección de dinero. El mismo profesor celebró el negocio de Jürgen y Horst, diciendo que la empresa tenía altas expectativas de crecimiento.
– Fue así como una mañana Horst entró a mi local, vestido más elegante que de costumbre y me invitó a almorzar de muy buena forma, lo que me hizo sospechar que en algo raro andaba porque nunca fue de andar muy alegre ni menos hacer invitaciones. Tras conversar un rato de cosas sin importancia, me propuso ser parte del supermercado a través de la entrega de cinco millones de pesos y quedarme con parte del negocio. Lo pensé por varios días y finalmente acepté. El monto era bajo considerando las posibilidades de expansión que estaba mostrando el supermercado y las buenas palabras que el profesor Szempali tuvo con el negocio. Hicimos los trámites y entregué el dinero acordado. Lamentablemente, unos meses después me enteré que Horst hizo lo mismo con varios empresarios de la zona, donde todos entregaron un monto de dinero no muy alto y posteriormente diluyó nuestras acciones, lo que hizo perder notoriamente su valor. Las únicas acciones revalorizadas fueron las suyas y las de Jürgen. Una estafa con todas sus letras, pero imposible revertir en virtud de que todo estaba según la ley. Nos pasó por confiados.
– Desde esos días en adelante todo fue bueno para ellos, el supermercado nunca dejó de crecer y por muchos años mantuvo el mismo nombre del restaurante y rotisería que tenían al principio: “Las Brisas”. En realidad, el nombre viene de antes, cuando Horst y Jürgen Paulmann llegaron a la ciudad, su padre compró ese lugar y optó por mantener el nombre de “Las Brisas” para no confundir a los clientes. Así fue como nació el Jumbo que tú conoces.
– Por tu cara no te veo muy entretenido, pero si quieres trabajar con ellos es necesario que conozcas la historia de estos viejos y sepas lo que son capaz de hacer. En setiembre vi a Horst en el funeral de Jürgen pero solo le di el pésame. Tenía esos mismos gestos de antes, medio nervioso, apurado y ahora pendiente al teléfono. Mi rabia se ha ido con los años, pero entiende que su imperio se construyó en parte con el chanchullo que nos hicieron, de lo contrario el Jumbo no hubiese existido.
– Bueno, basta de cháchara, pídele la cuenta al garzón que son casi las cuatro y tengo hora al médico. La diabetes no perdona.
Patricio Andrés Padilla Navarro (Temuco, 1981). Fue coordinador del libro de caricaturas de Guido Eytel: Manual del Fracaso, (2019) RIL Editores. En 2021 publica, en coautoría con Álvaro Murga, la historieta: Martes Hoy, en la Revista Zur de la Universidad de La Frontera (vol.3 n°1). En 2022 publica el cuento: Harina de otro costal, en Observatorio 19 (nº5). Revista de Difusión y Creación Literaria de la Universidad Católica de Temuco.