Reparar la oxidada techumbre, pura música romántica en la radio. Caprichos y recibidores, nadie sabe lo que ocurre al interior de una casa. Estructuras de material liviano, suspendido el calor pasado mediodía.
Sentarse y escuchar, sentarse y acariciar.
Estoy frente a una restauración absoluta: ensamblar las canaletas, reforzar el zinc, barnizar el cielo raso.
Impedir el paso del agua, evitar la descomposición de la madera.
Asciendo a la metálica plataforma y contemplo todo en derredor. El paisaje asoma errático, artificioso. Un tubo azul plástico por donde baja la droga, el baile nupcial sucediendo en el jardín vecino, impasible almacén cerrado por vacaciones, percudidos manteles sacudiéndose al viento. Es hora de deshojar la terraza y pulir el hormigón.
Rastrillo en mano, picota en mano. Una cabaña tan oscura, cortinas tan pesadas. En mi regazo el conejo blanco se escabulle y luego orina en la alfombra persa. Estropeado rito, una perfecta y sojuzgada persecución.
Módulos dispuestos para la faena.
Extiendo mis extremidades en la baldosas y contemplo la lámpara recubierta de moscas muertas. Escucho a dos amigos susurrar tiernamente. Ellos cocinan y beben vino. F le confiesa a V que nunca ha podido soportar a su hermano, le guarda una profunda aversión. V retruca que su padre lo agobia, pero que lo mantiene, así que debe aguantarlo. Familias idénticas, distancias mortales. Conejo blanco regresa dócil a mi regazo. Su despedida fue una argucia. Ejercicios compuestos, juegos de mesa. Conejo blanco recorre mis tetillas y me regala su excremento dorado.
Irrumpe una metálica irradiación que sobrepasa el afiebrado carrusel.
Ocurrió un último día de clases, en la inefable escuela primaria. Antes siempre logré escabullirme, escapar. Ya sea corriendo o haciéndome el indiferente, ya sea reconociendo el peligro o enfrentándome a él. Fui valiente, fui un cobarde. Mis pies giraban rápido, no así mi entendimiento.
El rebaño fue incontrolable, pléyade en busca de apego. Lamentos atendidos, seguridad en el viaducto. Aguantar y esperar, estrategias de conquista. La taza del baño colmada de fétido excremento y mi cabeza hundiéndose incansable en ella. Ásperas manos me sostienen, ásperas manos y el eco de risas tras mi espalda. Pobre pero no indio. Maldito coro, se amplifica y estalla en el aire. Me desmayo, irremediablemente pierdo la conciencia.
Cincuenta segundos, trescientos minutos, mil horas. Lugares de esparcimiento, parques eólicos. Huellas indelebles en los consumidos pómulos. Una inclemente estación de paso, cavilaba. Que la vida no sea solo esto, imploraba.
Retomar la carretera, despertar en un inmenso campo de golf con una inscripción brillando en mi muñeca izquierda.
Los amigos, mis casi amigos prosiguen su sublime cháchara. Tan opuestos, tan adustos y se quieren tanto. Ellos no saben que estoy acá, midiendo sus palabras, reteniendo sus gestos, atisbando sus deseos. Todo lo aprendí de esa manera, simulada y oprobiosa indiferencia.
Fue al amanecer, volviendo de una fiesta. Ni tan borracho ni tan drogado y en la plazoleta de la población Juan Pablo Segundo alguien gruñe altisonante mi nombre. En aquella exacta cuadratura donde una amiga moribunda con su pelo a lo Carey Mulligan cantaba canciones de TLC, pavoneándose en su inglés champurreado. Pero mi nombre es demasiado común, somos gentío. Intento convencerme, intento serenarme. Solo intento. Soy más timorato de noche que de día. Sin embargo, aparte de la voz, reconozco unos ojos perspicaces, secos. ¿Nosotros fuimos compañeros de curso? Me aúlla el hombre guapo, me amedrenta el hombre guapo salido de la nada. No respondo, prosigo caminando recto. Hombre guapo carga una caja de pizza en sus manos, pero no viste como repartidor. Su cara es la misma de antaño, su violencia también. Comienzo a acelerar y hombre guapo me persigue. Antecedentes confidenciales, persona ingrata. Tanta fuerza tiene hombre guapo, siempre la tuvo. Inmensa es su capacidad aeróbica. Y entonces el impacto que me detiene, me liquida, me desmorona. Caigo, me es imposible mover las piernas. ¿Hubo intentos en el pasado? Claro, mucho más que eso. Mis ambiciones de ser deportista profesional se esfuman de golpe. Embauco, aún mantengo aquellas ambiciones, pero advierto la preciosa dificultad. ¿Cuál sería el motivo de su furia, el motivo del certero patadón en mi espalda? ¿Esa furia, esa repugnancia que siempre me guardó cobijan un principio y un final? ¿Quién es este sujeto? No confesaré algo que me embarga de tristeza. Una caja de pizza vacía, ni rastro del agrio perfume. Volteo lentamente la cabeza y veo a hombre guapo alejarse a paso ligero. Puro entrenamiento, pura adrenalina. Existen personas que viven siempre con algo entre manos y con ese algo pueden hacer todo. No es un obstáculo el contrapeso, porque nada detiene su deambular. Hombre guapo me odiaba, y de alguna manera eso lo encuentro divertido.
Reciclar los empeños, arrogarse promesas inocentes, otear planes de convivencia.
Perro de indio, pareces indio y pareces perro de indio con ese hocico gigante y esos granos que te cubren la cara.
Reviso la hora en mi reloj, soy pertinaz. El minutero se detuvo en el número cinco, hace tantos años. Ese reloj me lo regalaron para mi licenciatura de cuarto medio. Y aunque ya no sirva, lo sigo usando al alba, lo sigo usando para no temblar iracundo.
Mis amigos se olvidaron de mí. F y V; el tímido y el extrovertido, el robusto y el escuálido brindan con copas de cristal y enfrentan el fulgurante banquete. Yo los acecho en mi duermevela, en mi sempiterna embriaguez. Ellos ya no hablan de sus familias. Ahora muerden absortos los cálices, ahora el whisky ocupa todo su ardor.
Caras fatigadas, tengo otra vida.
Yo no hablo de mis hermanos, casi no hablo de mis hermanos. Éramos tres y uno debía morir, éramos tres y uno debía salvarse. Tan agitado el mar, tan alto el edificio. Es casi imposible perderse en una plantación de maíz.
Remato con una imagen, lo prometo.
Ellos duermen sobre una cama estrecha, percibo sus vibrantes jadeos desde el sillón de las revistas. Excesiva las botellas, un festín descomunal. No puedo levantarme, no puedo conmoverme. Somos peregrinos en esta casa. Mapuche siempre errante
Aquella noche imaginé ser un célebre tenista, aquella larga noche imaginé visitar infinidad de países y hoteles; y concentrarme solo en traspasar la red. Sí, solo pretendo vencer la cerca y que el árbitro no me niegue el saludo, que el árbitro no me impida competir con mi fabulosa pierna de acero.
F y v no son amigos, son maestro y aprendiz.
Mi madre camina desnuda por la carretera con su cabello cortado al ras y sus zapatillas de caucho descansando en la mano izquierda. Era tanto el humo, era tanto el tumulto. Los endurecidos pechos de mi madre afrontaban el viento cordillerano. Tanquetas militares arreciaban con todo, furgones negros y verdes abrían fuego a la bandada, helicópteros de combate apuntaban directo al corazón, macizos tractores esparcían contumaces bocinazos. Mi madre, absolutamente anestesiada, flotaba soberbia entre niebla y alcanfor. Por dios, tanta valentía en sus exactos cincuenta kilos. Los hijos de los terratenientes le arrojaban botellas repletas de orina espumosa, los hijos de los colonos le arrojaban botellas repletas de semen verde, pero eso a mi madre no le importa. Ella iba camino al parnaso.
Los hermanos no duermen enroscados, señaló alguna vez mi abuelo. Y tenía razón, los hermanos no duermen enroscados, los hermanos refunfuñan cada uno en su particular delirio. Yo vigilo aquellos estertores como he vigilado todo en estos años. El vino, el whisky y las copas de cristal son simples argucias para dormir contemplando puntos inmóviles, puntos paralelos. La última cena como el mejor de los escarmientos. Si no vamos a tener sexo es mejor que no sigamos hablando, ordenó V. Tú sabes que yo no sé socializar si no es teniendo sexo, respondió F. La escalera crujiendo, zapatos leñadores golpeando los peldaños, camas deshechas y frías. Persisto extendiéndome en las pulcras baldosas, persisto cabeceando en la alfombra persa. Ahora imagino retozar en campo de marte, con mi brazo tatuado y mi pecho herido por el agua hirviendo. Maldito sea el poder de las plantas. Mi pecho atravesado por otras balas, proyectiles que gatilló mi padre cuando la transacción no salió como ambicionábamos y los animales de contrabando sucumbieron como sucumbe esta página.
Pura escasez, pura ingrata consideración. Quizás fue culpa de la arena, arena blanca que estropeó el preciado encargo.
De alguna forma lo encuentro sospechoso. Quizás no era solo arena; quizás eran piedrecitas, pequeñas piedras azules.
El relato se oscurece, se estanca irremediable.
Arena tan delgada, tan blanca; lista para aspirar, lista para seducir.
Los mejores sueños los tuve al cumplir cuarenta años.
Tía lejana, proveniente de la capital, conversa con mamá. La tarde decae. Es un verano tórrido, aún la lámpara no se convierte en un cementerio de moscas. Diles a tus hijos que cuando grandes se cambien el apellido, para que no suenen tan toscas esas vocales, tan grotescas esas consonantes. Mi madre observa reprobatoriamente a su prima, detenidamente, y al final suspira, como queriendo decir algo, conteniendo el remolino de palabras. Por un instante solo se escuchan ciegos zumbidos que brotan y se esfuman, brotan y se esfuman. Tía santiaguina vuelve a la carga. No he visto a los indios, no hay tanto perraje en este pueblo y se supone que este pueblo es la capital de los indios. Ahora tres moscas azules quedan atrapadas en la lámpara, para siempre. Po fin mamá habla. Ahí está mi hijo, frente a la tele, míralo detalladamente, así te sacas la curiosidad de encima. Nunca he sido amigo de las pantallas, es solo ficción. Tía santiaguina se apresura en contestar. Pero yo me refiero a indios de verdad, el perraje de verdad, no a tus hijos. Un puñetazo remueve la mesa, enrosco los dedos de mis manos. Mamá se enoja, se agita. ¿Entonces para que propones que se cambien el apellido? Abro la boca y una mosca queda atrapada en mi lengua. Me la trago sin anestesia.
¿Yo soy de verdad? ¿Soy de mentira? ¿Qué soy?
Ahora ya no me pregunto nada, solo armo febriles conjeturas.
Vertiginoso opioide, afiladas plantas de maíz. F y V cierran delicadamente los ojos y se besan dulcemente. El agua caliente enajena sus sentidos, acrecienta el arrojo. Desnudos y mojados en la blanquísima tina, nada les hará de faltar. Pero me equivoco, nunca habrá mañana. Es difícil narrarlo, por eso seré rápido. Piel que se arruga, manos que sostienen firmemente la cabeza por segunda vez y ahora sí, al fin los jadeos son fatídicos, al fin los resoplidos son mortales. El agua se torna rojiza.
El aire. Por última vez falta el aire.
Mi madre, el museo de la escarcha.
Un niño aguarda el día en que logre sentirse mejor.
Pablo Ayenao Lagos (Pitrufquén, 1983). Profesor de Castellano y Magíster en Ciencias de la Comunicación. Ha publicado los poemarios Fluor (2013), Antes que el Alba te Sacuda en el Pavimento (colib2015), la novela Memoria de la Carne (2015), y los cuentos Animales Muertos (2021).
Imagen de la cabecera: Pablo Picasso – El bebedor de absenta (1901).