Podría decir que el cielo era casi transparente y que la montaña caía vertical sobre el valle. Podría decir que la odisea fue permanecer a cientos de kilómetros de distancia y el perdigón fue mi exaltada forma de vida. Podría decir que durante las noches los chinches trepaban a la cama y allí permanecían, hasta el amanecer. Podría decir que la hora del adiós nunca llegó y una mano quedó flotando a la deriva.
Innumerables cosas podría decir.
La fuerza es estricta, medida espacialmente. Ahora mi constancia parece recelar del miedo. Fui un niño como muchos, como todos. La escuela y la romería, aprender a hablar castellano, sucumbir frente al barranco. Amaba el verano más que al sol. Nubes perfectas, resplandecientes. Amaba las cenizas más que a los árboles. Hojas roídas, incineradas. Mi vida eran días infinitos, fatigados. Los tropiezos arrastraban siempre una contraseña. Nada más, pero nada menos. Éramos casi felices. El dolor se calmaba con arrojo. Tardes enteras me abandonaba en el delirio. Una perplejidad que se pega en los dedos y de allí nunca sale. Fui hijo único, esplendorosa y precipitada bendición. Aunque reconozco que cuando niño añoraba una hermana, una aliada con quien compartir tanto abatimiento.
Embauco, no puedo dejar de embaucar.
Nunca vivimos en una isla, sin embargo, cada cierto tiempo el camino se estrechaba. Entonces debíamos transitar fuera de órbita, fuera del espacio lunar. Para no desfallecer, era necesario rastrear las huellas del bravío felino que se alojaba en la entrada de la casa. Nubes oscuras, también perfectas. Ese gato era mi hermana imaginaria. Le contaba mis angustias, mis miserias, mis anhelos. ¿Anhelos? Me preocupaba lo inmediato: finalizar la absurda tarea, conseguir fruta fresca en el verano, evitar los escarmientos de mis compañeros de curso, entrar leña a la bodega apenas se largaba la lluvia.
Peregrinos años en la remembranza. Este empeño fue un laberinto y un retorno, una alfombra colmada de plantas carnívoras.
Todo en desarreglo, todo en perplejidad, todo en suspenso. No me costó aprender el castellano. Mi madre se rehusó a hablar ese idioma salvaje hasta que ya no tuvo más opción. Pero ese es otro asunto, aunque todo guarda relación con ella, con su mirada adusta y sus gestos relamidos. Mi madre deseaba que yo fuera una persona admirable y que no olvidara nunca su lengua. Le hice caso, supongo. Honro su presencia, pero no me atrapo en la reverberación, ni menos aún en el murmullo de la reverberación. Nunca pude perdonarla. Era peligroso jugar con fuego y mi madre quemaba los leños uno por uno. Los echaba a la pira con angustiante goce. Ella adoraba ver el humo remontar las alturas.
Ahora, cincuenta años después, llevo una pistola colgando en el cinto, llevo una navaja bailando en el bolsillo. Nada se pierde con recoger un puñado de tierra, nada se pierde aguantando la respiración.
Los idiomas, los lenguajes brotaban de mi boca siempre a destiempo. Ropa áspera, madre aún más áspera. Cuerpo extremadamente delgado. Existieron cosas de las que prefiero no hablar, pero si recordar. Etapas detenidas, un flamígero claro de luna.
En subterráneo légamos iremos a desfallecer. Un reguero de voces inunda el valle erosionado, que no es un valle de lágrimas precisamente.
Me extravío. Esta no es la historia de mi madre ni del miedo a mi madre, no. Debo hablar de mi padre, del hombre que, a pesar de todo, fue mi verdadero padre.
Ustedes entienden, ustedes entenderán.
Todo, todo pasó por el oxidado tamiz del fugitivo. Soy un catálogo que registró incansable el horizonte abarrotado de muertos.
Un día de marzo, de aquel año nauseabundo, llegó un nuevo profesor al colegio. Supe que el lonko y algunos miembros de la comunidad le fueron a dar la bienvenida, disimulando el desprecio. Un muchachito jactancioso que acaba de salir de la escuela Normal de Profesores de X, exclamó mi padre. Mi otro padre. Uno de esos listillos que usan corbata y se olvidaron de las ojotas y de su lengua, agregó socarronamente ese padre. Sí, el primer padre. Les aclaro la historia. Tuve dos padres: el negligente y el infatigable. Dos padres como quien tiene dos caminos. Uno ripioso y otro resbaladizo. Pero la pista es un ardid, porque el trayecto es siempre el mismo. Mi madre nunca dijo nada del nuevo profesor. Ella no era de juicios solemnes. Además, eran tiempos lúgubres. Tiempos en que es mejor no hacerse preguntas. Sobrevivir sin ilusiones y sin lamentos. Apretar los dientes como si fueran las nueces del otoño. Pero sin la esperanza de atrapar la fruta, sin ninguna esperanza a decir verdad.
Ciega redención, escenas borrascosas.
El profesor se adaptó bien. En la comunidad aseguraban, siempre en balbuceos, que arrancaba de algo o de alguien. Conociendo al dedillo la nevazón de maldiciones, y aunque no haya existido esa nevazón, todos arrancábamos espantados, iracundos, aunque permaneciéramos inmóviles. Vivir es arrancar. Perderse y coger un hilo tantas veces hasta olvidar la cuenta, hasta olvidar la razón. Frágil ovillo, frágil lazo. La escuela era nuestro espacio seguro, una estufa que nos brindaba cierta calidez. El profesor, mi futuro padre. Siempre compacta era la nieve. Recuerdo mi pelo cayendo desafiante en el pupitre. En ese entonces mi madre dejó de cortarme el cabello. Existían otras preocupaciones más urgentes, más exactas. El pelo caía perpendicular y su densidad brillaba cuando se filtraba un peregrino rayo de sol. Amaba mi pelo. Amaba mi cuerpo y lo acariciaba desesperado para sentir vértigo y hambre. La seducción de los músculos, la seducción de los narcóticos. Mi carne fue un cristal que se humedecía al transcurrir la tarde, un cristal siempre impregnado de vapor. El abuelo salía a conejear cuando mis manos rozaban su espalda. Un alma es siempre un perdón, la punzante mirada de los menesterosos.
Ahora estamos a salvo, eso creo.
Mi juvenil osadía esperaba su oportunidad. Yo sabía que todo era cuestión de tiempo. De remolinos y golpes. Enorme la cuerda aprisionaba otra cuerda y yo saltaba en un solo pie, para así nunca perder el equilibrio. Precioso talento, mi rostro mutaba según el color de la escarcha Solución efectiva, desayuno en la montaña. Nunca hubo límites y todo fue consecuencia del hermoso fulgor que atrapó las venerables conciencias.
Este preludio no fue suficiente. Nada es suficiente cuando el espanto te cierra la mandíbula. En la penumbra, sobrevive el desmayo y la aceleración. Como si un endemoniado traidor se fuera a vivir al lado de tu casa, y te llamara por teléfono al amanecer.
Vamos. Están cerca, muy cerca. Lo cierto es que fuimos solo sustitutos, imágenes de un plano mayor. Acuarela destiñéndose en la mortecina intemperie.
Irrumpió el verano otra vez, pasaban tan raudos los días. Era el primer verano desde que llegó el nuevo profesor. A todo esto, nunca preguntamos por el antiguo, todos sabíamos lo que había sucedido. No era miedo lo que sentíamos. Solo vulgar hastío. La muerte no nos parecía triste; fastidiosa sí, pero nada de triste. Hablo desde mi artificioso sitial de falso huérfano. Hijo de dos padres y una madre. Mujer que aún acostumbra aparecer en sueños, espejismos húmedos y siempre desastrosos. Como decía, era verano. Noche despejada. Un viento tibio bajaba desde la cordillera. Dormía desnudo. Desde la pieza de mis padres se expandían los gemidos. La ventana era un perfecto punto de vigilancia. Diagonal irradiación, astronomía de soberbia particularidad. Los árboles me atontaban con sus perfumes y sus rasgaduras. Yo leía una historieta. Siempre leía historietas con una linterna. Mi madre me las traía de regalo cuando iba al pueblo. Nada de remilgos, todo como nuevo. Mi madre nunca me olvidó y sus últimos estertores fueron para mí. Pero no nos adelantemos. Es mejor que la vida acontezca impasible, como siempre debió ser. Miento. Siempre es mejor el flamante relámpago. Y ese relámpago sucedió vertiginoso. La colosal, la funesta detonación se hizo presente, se hizo carne. Un imposible fogonazo que me arrojó en la puerta de mi casa, aullando mis desdichas. Las que se avecinaban y las ya acontecidas.
Supongo que adivinaron el resto de la historia.
Mi familia estaba manchada con una flecha roja. Odio los finales razonables. Mi breve existencia traducía una hoja destrozada. Prefiero no amedrentar a los nuevos caídos. La omisión es portentosa. Solo diré que la prodigiosa incertidumbre quedó flotando en el aire, como la mano al despedirse. Aunque ese aire, ese preciso aire era tan viscoso como la sangre que vomité a la entrada de mi casa, mientras acariciaba al gato y mis padres imploraban ruegos a la distancia, con los fusiles palpando sus nucas. Los lamentos se amplificaban al traspasar el valle. Asiduos matarifes raptaron a mi familia. Hombres con casco verde robaron mi indulgencia. Pero hubo algo más. Cuando el jeep de combate se alejaba, una bala se clavó en el cuello de mi gato. Ese disparo era para mí. Una chispa que se convertiría en pegajosa resina. Necesitaba protección, inminente amparo. Desde esa noche mi profesor pasaría a ser mi padre. No existió otra alternativa. Yo no tomé esa decisión. Nunca supe quién la tomó. Siempre ganar, nunca perder, ese fue el método que descubrí para generar esta historia. Preciosa fibra, quise cambiar el mundo, y ni siquiera pude comenzar por el delicioso tumulto de los pájaros. Ellos huyeron tras la eterna luz con su plumaje de esmalte inacabado.
La duda ya no me quema. Otros cargarán las convicciones, otros cargarán el insulto. Nadie sabe cómo organizar una casa, nadie sabe cómo organizar sus rencores. La gruta es siempre gélida.
Amistades brillaban por su ausencia y yo siempre quise caminar hacia el centro, vivir en el centro, ser el centro del mundo. Pura reserva en mis extremidades, puro sigilo en mis aversiones.
Todo cambió, no tanto, pero cambió. Ahora pertenecía a una familia compuesta únicamente por dos hombres. Lobos ermitaños. Antes, uno de esos hombres tuvo una madre y un padre. Quizás aún los tiene. No, estoy engañando. Mis padres cayeron hace muchos años. Es una certidumbre, asuntos de historia e indignidad. Les confieso que investigué el momento exacto de su muerte. Mi consuelo fue saber que se extinguieron al mismo tiempo. Si uno hubiera sobrevivido arrastraría la culpa y buscaría mis caricias, mis quebrantos. Y yo no quiero que nadie me escudriñe, menos ahora. Mi designio es rastrear a los demás. Hurgar las manchas, los excesos, los maravillosos residuos.
Fui buen alumno. Nada para presumir, pero buen alumno. Odiaba tanto la mediocridad. Nuestra vida transcurrió monocorde. Solo a veces saltaba un destello, pero como tan pronto se inflamaba, se apagaba inevitable. Papá, mi nuevo papá, bebía alcohol en exceso. Eso él no se los contó, o quizás sí, no lo sé en realidad. Papá bebía alcohol observando la cocinilla a leña y luego se encerraba en su habitación. Aunque en algunas ocasiones equivocó el destino. A medianoche escuchaba los eructos y los portazos. Nunca pude dormir. Solo apretaba los dientes y el miedo se me iba pasando. En la mañana, todo se disipaba. Polvo en el aire. La escuela fue una cuarentena inagotable, yo solo quería desertar. No era aprensión, era solo fatiga, perseverante descaro. Debía encontrar un atisbo, una duda, aunque nunca supe bien qué vestigios olfatear. Conocer la verdad no era opción. La verdad se encontraba tras mis pasos. Materia que no volveré a inspeccionar, ni ahora ni nunca. Mi padre nunca equivocó la guarida, mi padre nunca equivocó nada.
Fui un punto en disputa, sosteniéndome impávido en estaciones de arena y metralla.
El campo nunca fue consuelo, la montaña nunca fue consuelo. Nada épico emergía del follaje. Algunas tardes me tumbaba tras la ventana y miraba a los cóndores danzar en el aire. Volaban en círculos, buscando carroña. Entonces, solo entonces supe que yo me convertiría en cóndor. Esta piedad nunca ha sido una alucinación. Olvidar significa arrastrar una dócil condena, pero yo solo arrastro mis pies y mis dientes de leche. Nunca quise definirme en nada y nunca pensé las consecuencias de mis actos.
Ruido, no te añoro; ruido, no te espero. Suave brisa me indicaba portentosa adversidad. Yo, y solo yo me cobijé con el primer fulgor de la mañana. Así mantuve la energía casi intacta, casi indestructible. Elegir el desamparo, la irritante pobreza. Siempre supe que era absurdo ignorar el éxtasis. La salud es una piel que añora otra piel. Sosegado y frágil rencor. La enfermedad es un aullido que añora otro aullido. Borré mi huella digital y nunca amé el deporte.
Alguna vez salí a cazar, alguna vez salí a conejear, pero la bestia que maté aún resuena en mi mente, en mis prósperas visiones. Pesquisa tras pesquisa, horrible pasaje de ida y solo de ida.
No poseo la constancia de mi padre. Me falta su concentración y sus nocivas palabras; tan ampulosas, tan certeras. Mi armadura fue el enigma. Hablar lo necesario, ocultar lo demás. Algunos días recibía visitas. Miembros de la comunidad se acercaban a mis oídos y me hablaban en voz baja. Recados, preciosos recados. Pero mi padre siempre escuchaba. Su prolijidad era inclemente. Recuerdo que en la escuela la voz de mi padre se engrosaba, pero en la casa sus gestos indicaban desvelo. Todos los meses mi padre compraba un nuevo juego de loza. En aquellos viajes al pueblo se demoraba un buen rato. Yo sabía en lo que andaba, no eran necesarias las explicaciones. Esas tardes aprovechaba de pasear por el campo y observaba los árboles incinerados.
Corrijo: mi padre desde siempre visitó sus fantasmas, los espíritus de la isla.
No era yo un muchacho romántico.
Acechar me hacía bien, probar mis gritos en el bosque me hacía bien.
Una vez regresé al hogar de mis padres, donde viví y morí con mis padres. La casucha aún se conservaba en pie, aún se conservaba el techo de calamina. Busqué algo que me indicara qué sucedió. Un indicio, una cruz. El ruco estaba casi vacío, solo asomaba una imagen agazapada en una oxidada caja de latón. Entonces tuve un presagio. Imaginé a mi padre, en su cama, rodeado de fuego y a mi madre rasguñando su vestido. Pero las cosas no sucedieron así. A mis padres los apresaron los colaboracionistas y mi profesor debió hacerse cargo de mi progreso, de mis células. O quizás, los tres se conocían desde mucho tiempo antes. El profesor y mis padres habían planeado absolutamente todo. Eran parte del mismo grupo guerrillero. Mi padre tenía otros hijos, yo nunca los conocí. Eso creo. El primero que se muera, el primero que desaparezca se hará cargo de los hijos de los compañeros. Estoy enloqueciendo, enaltezco años febriles. Siempre fui un ave rapaz que cruza la cordillera alzando las garras.
No recuerdo haber llorado, nunca. En la oscuridad nos confesaremos. Nadie llora cuando los rugidos te saltan encima, nadie parece vigoroso después de soportar cinco días en el acantilado. Irascibles amenazas llegaban directo a mi corazón, pero nunca les puse demasiado esmero. De verdad, de verdad no recuerdo haber llorado. Al otro lado del río los cóndores se extinguían en pleno vuelo. Lápices de diferentes tamaños, reglas afiladas, escuadras rotas, cuadernos comidos por las ratas, compás de metal, borradores por saldo, enciclopedias polvorientas, témperas secas, forros de papel de diario, memoria a corto plazo. Encendí el fósforo, pero la nieve impidió que el fuego se expandiera.
Demostraría que era urgente cargar con los desafectos. Mi mente trabajaba sin descanso, sin contemplación. Desde hace un tiempo tomo una pastilla para dormir y otra para despertar. La última siempre después de apretar el gatillo.
Tibios espantos aparecían en mi juvenil delirio, tibios espantos mitigaban las agujas hipodérmicas.
Una pastilla para enajenar el tiempo, otra para olvidar la tragedia. Fe, maldita fe. ¿Qué significa esa palabra? Contesten, se los ruego, se los imploro.
No deseaba terminar sexto año de preparatoria. Debía huir antes. Así que preparé todos los escenarios posibles. Perdurable intrepidez, angustia malparida. Ejercité tenazmente mis piernas, para que aguantaran hasta la carretera. Desde ahí podía tomar un bus y viajar a la capital del reino. Tuve que hacer contactos, nada podía salir mal. Sobrevivir era una estrategia que conocía demasiado bien. Comencé a preocuparme de la alimentación. Merendar sano para tener la mente siempre alerta y no terminar derrumbado en una cama, como papá, como mi familia. Puro fuego, pura conformidad. A mi padre lo adoraba, mentiría si dijera lo contrario. Un amor de desconocidos, un amor que no llega a ninguna parte, pero que a pesar de todo permanece indestructible. Algo me enternecía cuando mi padre refregaba el piso tallado por la loza quebrada. Ese barullo era intensamente placentero. Algo me enternecía cuando mi padre sembraba trigo en los meses equivocados y la cosecha se perdía entre la escarcha.
No necesitaba complacencia, no necesitaba que sus labios se abrieran frente a mis labios.
Con lo que viví con mi padre me basta para saber que mi futuro sería el ala de un cóndor que no es capaz de afrontar su reproducción. Es imposible cambiar los lugares de reposo y anestesia.
Mi destino semejaba un círculo abismal, que bordeaba impertérrito hasta que llegara el momento indicado, el momento en que pudiera arrojarme en sus hondas fauces. Imposible evitar el impacto, inmediata es la gravedad. Pensaba que lo peor ya había pasado, pero me equivoqué sobremanera. El cóndor podía también devorarme, deglutir mi cabeza y mis aspiraciones. Nada me inquietaba. Quizás el cóndor fueron mis padres, su ímpetu y su indolencia. Ellos no fueron héroes. Malas víctimas. Todo terminó en una casa imposible que miraba al despeñadero. Me gustaría recordar la fotografía. Sé que aparecía un niño de tan solo unos días de vida. Ese pequeño no era yo, ese pequeño no era nadie conocido. El cóndor carece de garras, le es imposible salvaguardar su penacho. Transparentes son las ráfagas, precioso el camarote esperaba por mi redención.
Majestuosa ribera atestada de gente. Eso sentí al salir de la comunidad. Niños extraviados corriendo por los peñascos, buscando su lugar entre las hormigas. Niños como conejos frente a la luz reflectante. Empujábamos una razón, perdernos y perdernos como el único correctivo al que podíamos echar mano.
Sí, esperábamos ciegamente que el viento cambiara de dirección.
Aún era menor de edad, por eso los policías me perseguían, al igual que a mis padres. Pero a diferencia de ellos, a mí no me encontraron. El viento me rasguñaba la cara. Pronto esa cara apareció en las cajas de leche. El burdel me cobijó la primera noche, mi tía me cobijó la primera noche. Luego de eso todo fue velocidad. Me detenía en cada cabina telefónica. Recién las habían instalado y yo adoraba esos cubículos de metal. Ingratas despedidas, ingratos regresos. Nunca supe de exaltaciones. Mi padre debía estar escondiendo la cabeza entre sus manos. A continuación, arrojaría un leño en la estufa. Y después otro, y otro. Mi padre ansiaba provocar un incendio, pero su vitalidad no alcanzaba para tamaño desafío. Sabía que en el futuro debía comunicarme con él. Encontrar algo que nos hiciera cómplices a los dos; cómplices a los cuatro, en realidad. Estos recuerdos no me causan aborrecimiento. Mi padre padecía diabetes, la ceguera se aprontaba. Imagino sus ojos poblados de cataratas y su piel tan blanca, cayéndose lánguidamente.
No quise ser cómplice de su deterioro, de su febril docilidad.
Arranqué para no ver ese espectáculo y para seguir las estelas de mi tribu. La cordillera fue una resbaladiza muralla, mi elocuente sospecha. La traspasé cada vez que fue necesario, cada vez que el peligro me agarraba de los tobillos. Nadie se sorprendía al verme. Mi cara semejaba una vida con más años. Debe ser la rigurosidad de mis muecas y la precisión de mi acento. Una congelada angustia me hace parecer más pertinaz de lo que soy, de lo que pretendo ser.
Nunca quise encantar a nadie. Mis padres lo saben, lo sabían. Aún así, por ellos hice lo que hice, por ellos me camuflé en el despoblado. Serví a dos divinidades. Mi destierro es una rotunda consumación. No me casé nunca, no debía poner a nadie en peligro. Aunque aún tengo tiempo, para repartir y malgastar tengo tiempo. Padres, voy por ustedes. Encontraré sus restos. Padre, tómame la mano. Sé que buscas mi nombre entre las defunciones del diario, por eso te envió la prensa una vez al mes. Nunca me pudiste identificar. Eso me llenaba de satisfacción. Inalterable desengaño, la noche de los pájaros está aquí conmigo. Una notificación se encubre en lontananza. Tórridas condenas me agreden, me cercan impasibles. Era perniciosa la seguridad, autopista con luces intermitentes a los costados. Cajas de leche incineradas, un rostro se difumina.
Mi memoria semeja un crepúsculo a punto de extinguirse. Debo generar un motín. Ha llegado el momento de aprender a caminar por calles convexas, ha llegado el momento de aprender a caminar por el cementerio adoquinado.
Todo se aclara, las preguntas se endurecen. Vidas ajenas, vidas propias. Lo mejor para salir del paso era dar otro paso. Sentirse óptimo, nociones que lastiman y profanan.
Mi padre aseveraba que toda familia es crimen, que los lazos de sangre son siempre crímenes de odio. Venerable espanto. Mi oficio requería siempre la máxima prolijidad. Nada debía quedar en el corredor. Fui astuto, fui prudente, fui noble. Conocí lugares recónditos y hombres adictos a las carreras de caballos y a la metanfetamina. Tuve aventuras con más de alguno. Es un decir. Lo cierto es que nunca visité un burdel, no necesitaba las mascaradas que usó mi padre. Mis dos padres, para ser preciso. Cada cual en lo suyo, cada cual con sus respectivas convulsiones. Mis padres se amaban y después se sacaban los dientes. Mi madre los observaba desde lejos. Ella tenía otros desvelos muchísimo más importantes que ese par de miserables. Mi madre aseguraba que no existe peor decisión que vigilar a los enemigos. Lo decía en mapudungún. Los preceptos de mamá se impregnaron fieramente en mis entrañas. Mi madre, la más sabía de todas. A su modo, la más generosa, la más incorruptible. Su confusión era producto de su total rechazo a las costumbres, a las emociones. Ella quería erigir algo sublime. Mal le fue. Como a todos, casi todos. Su obcecación se tropezó con una implacable pared de balas.
Mi único esfuerzo fue mirar hacia el costado. Tres pasos hacia atrás y tres pasos hacia adelante. Ojos oblicuos, ojos animales. Aún sueño en mapudungun, aun sueño al otro lado de la cordillera. Fui profesor de literatura etnocultural, contrabandista de animales exóticos, transporté cuerpos lacerados en una ambulancia sin patente, sufrí aterido en dudosa batalla, recorrí la sucursal del banco con un pavoroso uniforme azul, vendí incontables frutas y drogas y seguros de vida, hice coaching a encorbatados pelafustanes y gané un concurso de baile en televisión nacional.
Pero lo más importante fueron los lugares. Pasadizos húmedos, campos de tiro, fuentes de soda, carreras de galgos, gimnasios vaporosos, casas de seguridad, jardines infantiles, camerinos de teatro, fiestas narcóticas en inestable desierto, celdas minúsculas y afiebradas, tribunales de justicia, polígonos de redención. Me extendí irremediable. Fui otro, el mismo, pero otro. Usé peluca rizada, bigote mexicano, vestido azul con lunares, lentes de contacto, dentadura postiza, silicona en los pechos, gafas ahumadas de tortura, aros puntiagudos que atravesaban encogidos genitales. Y pensé sólo en mí. La cirugía estética fue lo único que me causó adicción. Pero no era solo la apariencia; no, era otra cosa. Llegué lejos, muy lejos. Nací en la montaña, moriré en alta mar. Cosí joyas bajo mi piel y las trafiqué al caer la noche. Mis palabras son las palabras de mi padre, mis lamentos son los lamentos de mi sádico padre. Nunca fui a un centro comercial, nunca fui a un centro de salud. Solo borracho tenía sexo, y no conmigo precisamente; solo estando borracho me sentía al fin en tierna paz. Siempre lenta es la pudrición.
Que nadie piense que padezco de esquizofrenia. Ahora, dos cuerpos yacen en el servicio médico legal.
Ustedes entienden, ustedes serán capaces de entender.
Estoy aquí para cumplir con mi juramento. Estas palabras se acatan, caiga quien caiga. A eso me dediqué toda la vida. Acatar y acatar. Estas palabras remecen a los muchachos del monte, a los muchachos de ayer.
Si, hablo por los ímpetus de ayer, por el despojo de ayer.
Piel libre de residuos, corazón libre de espantos.
Esbozo una leve sonrisa mientras contemplo al doctor y le entrego los filosos utensilios. No ve mi boca, somos solo máscaras. La pequeña bandeja metálica se va manchando, se va ensuciando de rojo. Los cuerpos llevan años acá, esperado que alguien los reconozca. A ratos soy bello, a ratos soy crudo. El doctor abre los cuerpos con un prodigioso escalpelo. Es solo una artimaña. Las balas en la nuca cuentan lo que sucedió. No me preparé para este momento. Desde siempre hice lo que debía hacer, sin afectaciones. Doble dios, doble agente. Ya nadie sigue mis pasos. Soy parte activa de lo que siempre odié. Solo obedezco mis deseos y hurgo en mis cavilaciones. El valle rodea la cordillera. Mi rumbo lo fija mi lealtad, mi ineludible desdén.
Me gustaría vomitar, pero no puedo.
Ansío sentir repulsión. El hedor de los cuerpos; mi hedor, me traslada hacia otras cuadraturas, otras lamentaciones.
No me crean, ustedes no me crean.
Nunca nada me asombró y todo lo usé a mi favor. Repito: en cada cabina telefónica encontré un papel. Fui uniendo los mensajes hasta que llegué a una casa gigante, señorial, con patio interior. Allí se alzaba un limonero, quizás un palto. Eran incalculables las instrucciones que solo simulé atender. Me aseguré que no le pasara nada a mi padre, que nunca nadie lo amedrentara como se lo merecía, como se lo merece.
Supe todo, casi todo. Antes de los veinte años ya era una leyenda. Dos autopistas me persiguen. No, no son mis padres, pero pudieron serlo. A mis padres las balas les arrebataron otros estertores, otros pliegues. En la fotografía nadie sonríe. Los niños de antes ya no nos reconocemos. Somos extremidades, zombies, entelequias. Carne de cañón. La nieve y el fuego vaciaron nuestras venas. Desechos somáticos, nauseabundos. La sangre y el fuego limpian la bandeja metálica y después limpiarán el armamento de guerra. Dejamos la vida en la calle y luego nos dieron la espalda. Ellos, burocráticos y trepadores, asesinos a su manera, asesinos a sol y a sombra. Investigación tras investigación; incendio tras incendio. No voy a contestar ninguna pregunta. Mortales acusaciones, ejercicios deleznables. Soy un náufrago que observa al helicóptero volar sobre su cabeza. El hombre de nieve me persigue, el abominable hombre de las nieves me persigue. Mi padre tuvo toda la potestad. Yo también la tuve, pero muchos años después. Destrocé piernas y quemé identificaciones. Evité todo lo que pude evitar, pero de la violencia nadie se escapa, nunca.
Hagan sus apuestas. ¿Jugarán a ganador o serán impávidos testigo del descalabro? Hagan sus negocios.
Tiros percutados, armas de servicio. Quise tener una casa, incluso una piscina. ¿Recuerdan el anhelo de hermandad? Relojes de lujo, joyas de Tiffany, barras de oro, diamantes traficados, monedas de plata, ácido lisérgico, cuchillos con empuñaduras de rubí, dientes de sable, maravillosa seda hindú, sofisticados muebles italianos, autos supersónicos.
Tuve eso y mucho más; tuve eso y mucho menos.
Minerales pesados en el cerebro.
Padre, fui el mejor de tus discípulos. Trágicamente, frente a mis ojos hoy se levanta un camino sellado, es imposible subir la cuesta. Último disparo en la línea de fuego. Trágicamente, frente a mis ojos hoy se levanta un tragaluz metálico, es imposible mover la aguja del péndulo. Rechazo todo lo vivido, nunca conocí el miserable cariño.
Hubo causas, hubo milagros. Catálogo de inhabilidades. Solo una vez el dolor me conmovió, una pegajosa y urgente vez. Manos como tenazas, manos tapando mi boca y bajando por el cuello. Deseo un viaje en tren, ahora cuando ya todos los durmientes fueron robados, cuando todos los durmientes se pudrieron con el exquisito polvo de la desolación. Nieve y más nieve, yo también soy resistente a la insulina.
El doctor se saca la máscara. Luego suspira largo, profundo, y comienza a caminar en círculos. Es un cóndor. Lo sigo a paso firme, con la pistola pegada al cinto, con la navaja bailando en el bolsillo. Rezo a la montaña, rezo a mis padres y, finalmente, cumplo con mi ominoso deber.
Siempre he odiado la mediocridad, siempre he odiado la misericordia. .
Ustedes entienden, ustedes entenderán
Pablo Ayenao Lagos (Pitrufquén, 1983). Profesor de Castellano y Magíster en Ciencias de la Comunicación. Ha publicado los poemarios Fluor (2013), Antes que el Alba te Sacuda en el Pavimento (colib2015), la novela Memoria de la Carne (2015), y los cuentos Animales Muertos (2021).
Imagen de la cabecera: Retrato de mi padre de Salvador Dalí (1925)
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