Retrato. La historia de un amor (por Pablo Ayenao)

 

Este maldito escozor entorpece el abandono, este maldito escozor repiquetea en mis sienes como una campana mohosa. El sueño se transforma en inmutable penitencia. Culpa, libramos una guerra. La ceniza ya no soporta mis trancos. Culpa, líbranos del mal. La ceniza ya no soporta mis fantasmas.

Nada ni nadie me hizo la vida más amable. Otros, antes de nacer ya tenían medio partido ganado. A ellos les deseo una maldición eterna, indestructible.

Pero no se preocupen, no. Mi ardiente sed de venganza se precipita inexorable en pozo profundo.

Lo conocí un poco antes de comenzar la adolescencia. El primer día de clases en la Escuela Normal de Preceptores de X. Sus ojos me atrajeron de inmediato, sus manos me causaron un súbito vértigo. Parece ficción. Existía algo en aquel andar que me obligó a tejer conjeturas. Era extremadamente silencioso. Tan brillante, tan circunspecto. El alumno más disciplinado y el más impenetrable. Capaz de fulminarte con una mínima frase y dejarte en completa indefensión. Yo sabía que manteníamos un vínculo, lo supe desde el principio, cuando las cartas ya estaban marcadas. Esa pegajosa mañana se distribuyeron nuestros cuerpos. Los colchones esperaban el inefable calor. Por supuesto, nadie salió favorecido. Casi nadie. El  muchacho albino se ubicó justo a mi derecha, en el camarote contiguo al mío. Me seducía que leyera tanto, aunque lo hiciera con un mohín fastidiado. A pesar de la edad, su conducta era un perfecto simulacro. Una mezcla de torpeza y socarronería. Porque él sí encajaba. El muchacho albino formaba parte del piño de matones, aunque nunca se inmiscuía en reyertas. Era extremadamente prudente y en el almuerzo siempre disfrutaba de doble ración.

Pronto, demasiado pronto, los años sucedieron calamitosos, infinitos en su despeñadero.

Horrores siempre al acecho, esquinas del perdurable fracaso.

A menudo se afirma que los días terribles acontecen prolongados, interminables. Los que repiten eso se equivocan. Aunque, más que errar el tiro, mienten impúdicamente. El vendaval siempre sucede en solo un segundo, casi no lo advertimos. Todo lo posterior es lo impasible, lo pusilánime. El muchacho albino no realizaba ningún deporte. Yo sí. Para desprenderme del desprecio era necesario usar antifaces. El atletismo ayudaba siempre. Advierto que no soy tan iluso. Al irrumpir la noche corría hacia el baño y me introducía dos dedos en la boca. Vomitar era parte de la estrategia, del vital artificio.

Ningún pretexto te salva cuando vacías los intestinos.

Ahora se apronta el tercer dedo en la garganta, el tercer dedo en la oquedad de la garganta. Un perfecto vómito coloca todo en su lugar. Paz resignada, dientes carcomidos por el ácido. No existe nada que temer cuando eres libre por un par de minutos. Y luego, luego la rueda prosigue con su acostumbrado e irreparable deterioro.

Mi longevidad me mantiene incólume, desatiende las fastuosas alboradas.

Feroz, la trama penetró tan exacta, tan pulcra. Fue imposible reprimir su insistencia, su urgente exhalación.

Requiero un atisbo de piedad, me fue imposible conservar el decoro.

Todos somos sospechosos, pero unos menos sospechosos que otros. A ratos embaucaba y a ratos la verdad irrumpía hermosa. Lo peor era pedir ayuda, y en eso reconozco mi obstinación.

No fuimos amigos. Nadie fue muy amigo de nadie. Éramos pura destreza y tensión en el aire. Cada grupo realizaba sus reuniones en privado. Eso comenzó en plena adolescencia. Antes hubo señales de afectos, juegos de niños perdidos en el espacio, carreras a las duchas y nocturnas confesiones. Todo aquello terminó de raíz, casi sin pensarlo y casi sin saberlo. No fue por intromisión de extraños. Los fines de semana los muchachos visitábamos  nuestras casas. Pero aquella es otra historia, el reverso del mito; y creo que las salidas no tuvieron nada que ver con lo sucedido. Afuera se desmoronaba todo y adentro todo se intentaba implantar. Resurgir con la espalda encorvada. Ocultar lo de siempre, perseguir también lo de siempre. Mi voz era un perfecto rezongo. Ellos armaban sus reuniones a puertas cerradas y desde los camarotes se podían escuchar los gritos.

Ya sabemos cómo terminó el asunto. Pero siempre es urgente repetirlo.

Yo simulé afectos por el muchacho albino, aún sabiendo que corría riesgos. Él era uno de los más fervientes, de los más osados. Por supuesto, nunca intenté pertenecer a su célula. Era otro el tipo de aproximación que deseaba.

Quizás él se me acercó. Quizás fueron las exasperantes circunstancias.

Cuando el muchacho albino conversaba con los idiotas, también se mofaba de mis trancos. Nunca pude extinguir los indicios. Melancolía por nada. Mi cuerpo era bello, mi musculatura se encontraba en plena forma. Disfrutaba esa sentencia. Pensaba que los demás terminarían admirándome. Como siempre, fallé en la prefiguración. Al muchacho albino todo aquello, todo  mi brío le parecía mera frivolidad. Ya no éramos los niños que se conocieron a los once, doce años. Dentro de poco íbamos a cumplir los veinte. Cada huella que dejamos en el vastísimo lienzo se convirtió en una figura mortuoria. Infinita carretera hacia la infamia. Nos cercó la perpetua y redundante tragedia. Infinita carretera de los amantes. Nos cercó la cobardía y la perversa respetabilidad. No les he hablado de mi color, supongo que es algo sin importancia. Aunque para ustedes, solo especulo, puede ser una cosa determinante. Pero no pensaré maliciosamente, al menos no en estas páginas.

Era frio el metal que aprisionó mi lengua. Antes de la escuela solo pasé hambre. Comer se transformó en un placer nunca consumado.

No se imaginen lo peor, la autocomplacencia no es ni será mi negocio.

Comer y dejar de comer fueron una obsesión.

Nada me procuraba más goce que sentir mis huesos afilados asomándose por sobre la piel marchita. Pero poco importa ahora, poco debería importar ahora. Ya engordé todo lo que tenía que engordar y adelgacé todo lo que tenía que adelgazar.

Siempre le tuve miedo al futuro, aunque estaba consiente que mi terror era un arnés.  Lo óptimo nunca estuvo entre mis planes. Es necesario que les detalle mi infancia, aunque ya algo esbocé. Mi hogar: tablas rasas, madera podrida, encías desnudas. Parece increíble que pueda pronunciar la palabra hogar. Éramos inmensamente miserables. Mis hermanos pequeños y yo sufrimos de desnutrición. Nuestra familia fue una enorme órbita de gente hosca. Nunca supe qué fue de mis hermanos mayores. Al abandonar la casa se perdía todo contacto. Las personas morían con una rapidez pasmosa. Y no solo debido a la pobreza, no. Indudablemente, mis padres no me soportaban. Siempre previeron aristas, cruces. Más de alguna vez encontré a mis hermanas burlándose a mis espaldas. Esa casa era solo frio y olor a humedad. Así como mis hermanos morían al correr los años, así también yo moriría para los otros.

Pero al final la estrategia giró bruscamente.

Mi revancha era mi salvación. A diferencia de las militancias y los secretos, yo iba a sobrevivir. Aunque tuviera que aparentar otro cometido, otra analogía. Extravío el norte y caigo en el absurdo rol de mártir. Yo solo afronté las cosas desde otra cuadratura. Nadie me debe juzgar. Fuimos ánimas en estampida. El muchacho albino siempre estuvo a los pies de mi camarote. Se afrontaban días de martirio, se acercaba el fin del ocaso. Los idiotas proseguían impávidos, observando el mantel de los pobres, arrastrando el descalabro en cada célula de su afiebrado cuerpo. Los idiotas fueron tan tiernos y tan delicados. Sus trabajadas mentes no vislumbraron el peor de los escenarios. La cerril atmósfera del padecimiento se encontraba a muchos kilómetros de su especulación.

Un pantano de lágrimas nos inundaba poco a poco.

El amor se reducía en el brasero, el amor se doblega al aparecer la primera estrella. ¿En qué se diferencian nuestras caricias de las caricias ajenas? ¿Es tan importante el vértigo, la excitación que nos doblega irredimibles? ¿Mi sudor en la nuca puede curar el desvarío?

Nada de pesadumbres en estas grotescas súplicas. Limones agrios, peras jugosas, cerezas podridas, duraznos en conserva, ciruelas negras, moras secas, maqui a cucharadas, avellanas ácidas, grosellas punzantes, perfumado vinagrillo, cardos con sal, ensalada de nalcas, membrillos agusanados, piñones tiernos. Nada de regusto en estas plegarias esquivadas.

Ajenos en la adolescencia, casi cercanos al entrar a la adultez. El muchacho albino a ratos sonreía, pero nunca mostró los dientes. Yo siempre sustituí su identidad con apodos. Esa es mi destreza, el juego de palabras; eso revela mi perfecta obcecación.

Todos nos llamamos de forma diferente en diferentes situaciones. Sin embargo, lo mío era más salvaje, más denigrante.

Y ustedes no son mejores que yo.

Ahora que lo pienso, ahora que no puedo dejar de pensar, estoy cierto que fuimos rutilante y delicada ofuscación. Barro más allá de las rodillas. Hermosos afanes deambulando por el gimnasio convexo, flotando entre las duchas compartidas, navegando bajo los espesos manzanos. Al decir fuimos sé que miento. Fueron es la palabra apropiada. Mi reticencia no era solo pánico. Existía algo más, algo soberbio.

Mis padres se encontraban firmemente curtidos. Siempre pertinaces y siempre tristes, siempre tropezando con el laberinto enladrillado. Creo que poseo el andar de mis padres. Uno se cree tan diferente a ellos. Tan superior, tan distante, tan extraño. Nada, puro desliz. Finalmente, uno actúa casi igual que sus antecesores, aunque los desprecie por la eternidad. En las cosas pequeñas se filtra el embozo. Las cosas pequeñas son lo único perdurable.

Raíces infectas, por siempre raíces infectas.

Durante el último año de la escuela, el muchacho albino comenzó a faltar a clases. Todos sabíamos lo que se fraguaba. El muchacho albino no era el único insomne, en todo caso. A mí me causaba lástima tanto lamento, quizás un poco de desdén. Yo no los juzgaba. Sabía que para ellos vendrían tiempos mucho peores. Por eso, los socorría en los estudios. Inútiles fueron los quehaceres en aquellos meses. Estábamos seguros que todo daba igual. Afuera se avecinaba la explosión y lo único importante era mantener el orgullo. Y después lo demás. La muerte de los otros es importante, no son necesarias las bromas. Mis compañeros se preparaban para afrontar la tromba y su férrea militancia era su futura condena. Yo no disfrutaba de una inefable superioridad, no. Los años nunca fueron un bálsamo y poseía plena conciencia de aquello. Mi escepticismo, mi solvencia era otra cosa, más hermosa. La vida no la modelaba entre los dedos. Los que nacimos pobres nunca ganamos algo. No existen piezas ni dados a nuestro favor. Esa clarividencia me ayudó a mantener las estrategias bajo cuerda. Allí radicaba la siempre fría perspicacia. Sí, mi perenne impasividad, mi valeroso doblez era un rutilante logro que no me pertenecía del todo.

Y, por cierto, no le pertenecía a nadie. Aunque, para los malditos, las ganancias siempre serán cuantiosas.

Estas palabras nadie las puede repetir. Solo yo conservo los marcados acentos, las marcadas inflexiones. La enfermedad de los sentidos atrapó mi tesón. Cada día me costaba más erguir la espalda y enfrentar el desastre.

Escribo irascible, contemplando las pulidas techumbres. Nada nuevo existe allá afuera. El sol es suficiente para dormir una sosegada siesta. Pero yo no debo dormir, no todavía. Intento ordenar esta historia con la autoridad que me confiere el desamparo.

Inquina, a ratos me domina la inquina. Ha pasado tanto tiempo y aún poseo tanta cólera. Perdonen el encono, perdonen estas líneas tan amargas.

Nunca me pregunté si quería ser profesor. Nadie hablaba de vocación en aquella época. Como era buen alumno, mis padres decidieron enviarme al internado, a la Escuela Normal de Preceptores de X. Debería estar agradecido y, de cierta manera, lo estoy. Según mis hermanos, yo era el más inteligente y por eso me enviaron a ese enorme y vetusto edificio. Puede ser. Es verdad que a mi corta edad yo desplegaba cierta lucidez, pero eso no aseguraba nada. No obstante, ahora era dueño de un boleto que, si lo utilizaba bien, me permitiría conocer el otro lado de la línea.

Por supuesto, me refiero a la sempiterna y desapacible línea del tren.

Al pasar los años conocí otros perfiles; sin embargo, no debo atropellarme en vestigios. Los desheredados, los menesterosos de la tierra siempre vivíamos al otro lado de la línea del tren. El mundo al traspasar esa frontera era hostil, aunque enormemente tentador. Lo deseado y lo elegido, todo al mismo tiempo. Yo era el invertido, el hermano que, por más escuálido que fuera, iba a cruzar el miserable confín. Los otros yacerían muertos en vida o muertos por enajenación.

Era menester aprovechar la indumentaria, la licencia que me prodigaban.

Me atropello otra vez. No puedo, de verdad no puedo dominar la progresión de los malditos hechos.

Como decía, en el último año de Escuela Normal de Preceptores de X se nos cayó la venda de los ojos. Los profesores se encerraban con algunos alumnos en las salas. Reuniones de mil horas. Otros profesores, los más altivos, exigieron licencia médica y nunca regresaron. El restó jubiló a destiempo, creo. Nada permanecía en el aire, todo se esfumaba. Medianoche en el cielo, medianoche en el infierno. El muchacho albino también se mostraba perplejo. Era parte activa de su célula, pero ciertamente sus ojos deambulaban en solitario. Y de improviso, los  grupos comenzaron a cambiar, las militancias comenzaron a alternarse. Los que antes se encerraban en una sala, ahora se encerraban en el comedor. Todo se cubría de niebla. Los miembros de una célula se desarticulaban y armaban otra, más pequeña. Y luego otra, y después otra. Algunos señalaban que el muchacho albino era un traidor. Los más suspicaces afirmaban que solo era un embustero reformista. Una noche habló conmigo. Fue nuestra última conversación. Mientras nos fumábamos un cigarro en el patio de los manzanos, me confesó que ya todo se había extinguido para él, que se iba ir a trabajar de profesor al campo y ese sería su infausto exilio. Cuando se quedó callado, yo tomé su mano. Era fría, tan fría que amedrentaba. El muchacho albino volvió a la carga y, aguantando los sollozos, me señaló que nunca había querido a nadie en la vida.

Los manzanos se bamboleaban con el viento, parecían caer sobre nuestras cabezas.

Dentro de poco este país estará lleno de huérfanos ensopados en mierda, sentenció rabioso el muchacho albino. A continuación, corrió hacia su camarote y allí se quedó inmóvil, simulando el sueño de los extraviados.

Pero uno no puede simular el sueño ni menos puede simular la caída. Lo repito: la muerte de los otros es importante.

Si te atrapan, perdiste los días; si te ignoran, perdiste los afanes. Caras, manos, cabellos, piernas, tobillos, genitales, huesos, músculos, articulaciones, maravillosa médula espinal, oídos, narices, bocas, párpados, pupilas, pechos, pezones, muñecas, muslos, pantorrillas, asombroso hígado protector. Los fragmentos se acoplan y luego se desarreglan, para así dibujar la siempre enigmática marea de cenizas.

El pueblo dividido por la línea férrea ahora es una ciudad pujante, con enormes y vidriados edificios. Otros límites han surgido, como callampas en el estiércol. Parecen trazados diferentes, pero son solo la actualización de la carestía. Una casa dentro de otra casa, un muro dentro de otro muro. Miseria tras miseria. 

Apróntense, porque ahora demostraré mi ilustre inocencia. Los mártires afrontamos feroces batallas para lograr tan solo desperdiciar la  tarde y la vida toda.

El último zarpazo lo recuerdo como una película muda. Tardes de cine. A mi pesar, retengo nítidamente hasta los más ínfimos detalles. Siempre ha sido excesivo, pero no inventé como sucedieron los perjurios. Todo mecánico, todo diligente, todo imperativo.

La noche anterior muchos pudieron arrancar, indómitos se arrojaron al engañoso celaje.

Yo no quise huir, sabía que no tenía nada que perder.

Por supuesto, era un error absurdo. Todos teníamos mucho que perder, todos teníamos todo que perder. El muchacho albino se quedó a mi lado. Me pareció equívoco, incomprensible. Aunque durante el último tiempo transitaba como un macilento fantasma, levantando inquinas a diestra y siniestra. En la Escuela Normal de Preceptores de X, él había sido uno de los defensores principales del proyecto mayor. Un salto al vacío, sin paracaídas y sin red. El muchacho albino pensó que lo protegeríamos y no erró el tiro. El silencio y la conmiseración  fueron su resguardo. Eso quiero suponer. Él hacía como si nada sucediera, como si todo fuera una ingrata bienvenida. Sospechas en el aire, sospechas en el camarote. Algunos creían que el muchacho albino siempre fue un agente de seguridad, un infiltrado. Yo sostuve esa versión. Me daba igual en todo caso. Incluso, si él hubiera sido un agente de seguridad, me podría haber defendido de los idiotas. Porque después del cigarro en el patio de los manzanos, sucedieron otros hechos. Nada pasional, pero un pálpito nos acercó irreversible. Tal vez su reserva, sus ansias y la disciplina en su actuar podían ser producto de inconfesables peripecias. Por ejemplo: el muchacho albino nunca abandonó la originaria militancia y ahora, impávido, actuaba como se lo exigía su organización. Me gustaba aquel razonamiento, pero lo sospechaba  falso.

Todo era incógnita, todo era pisar bamboleantes dunas.

El asalto no fue tan demoledor. Desdramatizo para bostezar. Los colaboracionistas buscaban armas, mujeres, secretos, licores. No encontraron nada y eso los volvió aún más ruines. Todavía faltaba para finalizar el año, pero la Escuela Normal de Preceptores de X fue cerrada para siempre. Solo a algunos nos entregaron el cartón. El muchacho albino corrió sin despedirse de nadie y abordó el primer bus que se detuvo en la calzada. Nadie abrió la boca. Yo abordé el segundo bus, o quizás fue el tercero. Crecía infatigable la sospecha. El muchacho albino dejó una apolillada fotografía bajo su camarote. En la imagen, una madre besa a un niño que aún no puede sostener la mirada. Pensé que ese pequeño podía ser su hermano, pensé que podía ser él. Mi mente fue más lejos. Imaginé que el muchacho albino tenía un hijo escondido en algún lugar recóndito. Ahora éramos profesores y saldríamos a cazar conejos. El muchacho albino también recogió su cartón, eso creo.

Todo el mundo roba, todo el mundo miente, todo el mundo hace daño. Eso se llama respirar. Y yo respiré tanto que gasté mis pulmones. Este sistema cardiaco urdía una sutil represalia, este sistema cardiaco aún urde una sutil represalia. La represalia de los pobres, la represalia de los campesinos de la tierra usurpada.

Afuera, el aire corre a gran velocidad. Es necesario renovar las entrañas, renovarse de pies a cabeza. Nada debe escapar de este acérrimo control.

Soy un caballero antiguo, mi palabra valía y aún vale mucho. No hubo chantajes ni amenazas, o no de la forma usual. Bajé la cabeza y arrinconé mis vértebras, bajé la cabeza y arrinconé el destiempo.

¿Destiempo? ¿Qué es el destiempo? ¿Una voz o un eco? ¿Hablemos de contrastes? La voz insiste, el eco repercute. Cada cual irrumpe a su manera. Más penetrante o más pertinaz. A ratos se confunden y da exactamente lo mismo. Algo repiquetea en mi cabeza, algo me embiste a sol y a sombra. Culpa, me llevas un pie de ventaja.

Después del hundimiento, después del rotundo naufragio volví a mi hogar. Nada, pero nada duré ahí. Me sentía en la estratósfera, hombre en la estratósfera. Una tarde lluviosa, infinita, me armé de valor y asalté el supermercado que se encontraba justo al traspasar la línea del tren. Robé todo lo que había en la caja registradora, y tal vez un poco más.

Siempre me acompañaba una pistola. No les contaré de donde la obtuve.

Una pista: yo conocía todos los escondites de la Escuela Normal de Preceptores de X y me escabullía como rata de acequia. Escabullía también las armas y los somníferos.

Nunca he sido timorato, nunca he sido temeroso, nunca he sido sincero.

Sala de carpintería, violines estropeados, pelotas de basquetball, vitrales polvorientos, ratones por doquier, libros en desuso, bandera chilena, bandera mapuche, bandera italiana, sala de ciencias, fetos en formol, culebras disecadas, lechuzas en estático éxtasis. Aprendí mucho fuera de casa, el internado fue mi único hogar.

Después del robo escapé lejos e irrumpí en una ciudad anodina. Luego irrumpí en otra; y después en otra. Y así. Fueron tantos los pasadizos que perdí la cuenta. Recorrí todo el país, lo que no es ninguna proeza. Fui feliz creando jardines. Trabajé la tierra, recorté los árboles, injerté flores. Mis conocimientos de biología resultaron imprescindibles. Me presento: Profesor de Ciencias de la Naturaleza. Y no solo conocí otras ciudades, también recorrí otros países. Ida y regreso, ida y regreso, ida y regreso. Lo que tampoco es una proeza, solo un designio. Pensé en quedarme a vivir afuera, pero desistí a último hora.

Trampas para conejos, fabriqué trampas para conejos.

Sin más pretensión, volví a mi país de cenizas y volví a podar la ampulosa nostalgia. Todo resultaba a la perfección. El follaje y la comida constituían un placer inenarrable. Amaba proyectar vástagos, ralearlos para así darles otra apariencia. Amaba cuidar lombrices, alimentarlas para que fueran la mejor inversión en esta estratagema. Cuidar, construir jardines a gente rica. Así terminé. Diseñaba oasis como si fueran réplicas de una montaña imposible. Una fantasía, un decorado, una premonición. Los manzanos me recordaban el patio de la Escuela Normal de Preceptores de X, por eso nunca cultivé aquellos árboles. Las plantas me salvaron la vida, los árboles me salvaron el pellejo. Supe de clandestinaje, pero siempre como un doble opuesto. Un clandestinaje que me obligaba a bailar hasta el amanecer. Improbable conservar amores, solo supe de arrojos y manotazos bajo los puentes. Pude vivir bien debido a mi astucia. Las manos terrosas nunca me abandonarían, la comida grasienta nunca me abandonaría. No supe de mi familia ni del muchacho albino. Pero siempre me mantuve vigilante. Compraba el diario todos los días, para enterarme de los tormentos ajenos. Ningún titular de las noticias me resultó conocido

Mi breve cárcel fue clausurada para siempre. Es un dato menor, claro, muy menor.

Cuando niño no disponía de comida, por eso en cada hotel que conocí disfruté bocado tras bocado. Después cagaba rutilante cocaína envuelta en condones fosforescentes, después cagaba rutilante cocaína envuelta en condones texturados.

Y así fueron las tardes, así se fueron las tardes.

Mis compañeros escondieron los fusiles, que más que fusiles eran pura chatarra. Los ocultaron la noche anterior a la irrupción de los apertrechados colaboracionistas. Los hombres de uniforme nunca encontraron nada. Ahora mis compañeros viajan expatriados por el mundo, o se ocultan en posadas que arden en mortales desiertos. No todos, claro. Algunos viven a sus anchas. Quizás deba incluirme en esa lista. Lo peor es el exilio interno. Algo me dice que el muchacho albino vive escondido en un recóndito valle, sorbiendo el frío café de la mediocridad, el frío café de la demencia. Yo fui su ingrato hermano menor, yo disfruté sus temblores durante las noches húmedas. Por eso tengo memoria y vida, por eso y por mucho más. ¿Disfrutan ustedes los temblores, disfrutan ustedes de noches tórridas navegando siempre en proa?

No, me equivoco. El muchacho, el pez albino no se parapeta en recóndito valle, el pez de nieve permanece aquí conmigo, bajo un lacerado hastío.

Reconozco que transfiguré mi cuerpo. Lo dejé crecer, expandirse inexorable. Un placer mortal. Poco me importaba mi corazón, poco me importaban los huesos dolientes y la grasa desbordada. Comer y dejar de comer, atracones de hambre. Papas fritas, papas cocidas, papas rellenas, masas doradas, sandwichs de queso azul, fideos aceitosos, rollitos de canela, pasteles árabes, arroz con leche, helados de pistacho, pan con manteca, el pan de los pobres, azúcar quemada, azúcar a salto de mata. Y nada, pero nada  de carne roja. Experimenté tanta delectación con mi cuerpo imponente, el mismo goce que antes sentí por mis músculos prietos.

Siempre he sido encantador solo por un instante. No tienen nada, pero nada de censurable los cuerpos orondos, no tienen nada de censurable los cuerpos escuálidos. Todo lo contrario. ¿Ustedes, tan macrobióticos, qué creen? No me hablen de salud, a otro perro con ese hueso.

El perfume de las flores. Me convertí en paisajista debido al penetrante aroma de las flores. Un día, cuando ya había pasado los cuarenta, decidí contratar a un muchacho para que me ayudara. Algo era familiar en su contemplación, en su encogido andar. Supe que el muchacho buscaba huellas desperdigadas. Pierdo el registro, pierdo el sueño. Siempre al anochecer, el muchacho regaba concentradamente los paltos. Su figura era también una reliquia. Años después lo encontré en el servicio médico legal, pero esa es otra historia. La misma transacción, otro redentor ejército. Creo que me enamoré de aquel muchacho.  Él  lo sabía, y ocupaba mi debilidad a su favor. Arrancó a perderse, arrancó después de un tiempo. Yo solo quise adorarlo, pero él no se dejó. Fuimos casi felices mientras mirábamos los gusanos enredarse y desenredarse.

Luego de aquella cándida pretensión, solo contraté muchachas. La esquina del desamparo se tragaba mis ambiciones.

No puedo dejar de pensar en aquellos años cuando creímos que toda raíz sobreviviría.  Porque aunque fingí escepticismo, mis células cobijaban espacio para la expectativa. Y aún existen los ardores. Ahora, cincuenta años no son nada, apenas dos pasos hacia adelante. Pero esos dos pasos pueden cambiar el timón de los derrotados.

Duermo mucho y siempre sueño con el muchacho albino.

 A ratos creo que es una invención de mi mente. De esos días solo queda una deslavada imagen. La fotografía amedrenta. En primer plano aparezco con mi uniforme de atleta, sonriéndole al futuro. Una risa plástica, por supuesto, suspenso fatigado. Y en una esquina, casi saliéndose del encuadre, asoma el muchacho albino. No mira a la cámara, se encuentra de perfil. El muchacho albino pude haber sido yo, una noche cualquiera, murmurando en la sala de fumadores, meando en hoteles apolillados, estirando las piernas en contenedores herméticos, vomitando frente al puerto de carga, sudando frio en la sala de embarque. La comida era horrible en el internado, pero eso era mejor a nada. En los países del norte la línea férrea es siempre ondulante.

Todo fluctúa, nada acaba.

Los años se agolpan en la sucia pantalla del televisor. Ese rectángulo refleja mi incombustible ineptitud. Renuncio a la vida a punta de corvos y camuflaje. El muchacho albino pude haber sido yo merodeando en los parques públicos, siempre excitado en los baños de hombres, resistiendo bocabajo en saunas milagrosos, duchándome lúbrico en gasolineras de neón, bailando en tugurios repletos de humo y sombras. Y no solo eso.  Fisting, bounding, leather, gag bang, party sussage, glory hole, gag ball, látigos, mordazas, fustas, alicates con cadenas, pinzas para pezones, frio arnés de terciopelo, fastuoso potro del tormento, vibradores de piedra caliza.

Nada me fue ajeno, nada.

Me engaño, igual que cuando niño. Definitivamente necesitaba un lugar asequible. Restablecer el trayecto y así malgastar un poco de indulgencia. Pesadez nada de fecunda. Recién dije que derroché indulgencia, lo dije porque creo que no todo fue horrible.

Solo una gota de leche derramó mi boca, solo existió un abrazo antes del delirio. Mi vastísimo cuerpo nunca persiguió la denodada posición fetal. Nadie me escuchó cuando advertí que tuvieran cuidado, mucho cuidado.

No lo pensé, fue solo un impulso.

Como siempre, salí a caminar por aceras circulares. Era un día como cualquier otro, idéntico a todos. La tarde se presentaba calurosa, pero no asfixiante. Mis pies pateaban los afilados guijarros. De pronto, vi a una muchacha bamboleándose contra el suave viento. Parecía tan decidida, tan resuelta, tan hermosa. Caminó media cuadra y abordó un colectivo. Allí cambié el rumbo. No por seguir una juventud tan bravucona como la nuestra.

Existía otro motivo.

Mi trabajo fue sobresaliente, fastuoso, por eso conservaba ahorros y gozaba de  algunas propiedades. Nada tenía de profesor, nada tenía de pobre. Y, por supuesto, nada tenía de paisajista ni menos aún de jardinero. Eso ya lo habrán advertido, supongo que no son tan tontos como parecen.

Sí, lo reconozco, fui preso de un poderosa y fulgurante veredicto. Hombre de pocos intereses, hombre de nulos intereses.

Sin perder un minuto, sin perder un motivo volvería al violento sur.

Tiempo de canciones oxidadas, tiempo de vidas oxidadas.

Y así, con la vista al frente y las manos en los bolsillos regresé al inextinguible pueblo, regresé a vivir en el barrio más alejado de la perpetua línea divisoria. Ahora, al fin  era gente bien, gente respetable. No tenía contacto con mis hermanos menores, los pocos que sobrevivían. Nunca tuve contacto con mis compañeros de la Escuela Normal de Preceptores de X, los pocos que intentaban sobrevivir.

Nací en un pueblo mezquino y pronto moriré en una ciudad pujante. La misma mierda, el mismo olor a mierda.

En mi nueva casa mantenía un inmenso jardín. Sembré manzanos con encantadora curiosidad. Los vi desarrollarse, extender sus ramas, florecer en primavera y entregar sus balsámicos frutos. El pasado vuelve como el látigo que marcó el cuerpo del muchacho, de mi ayudante jardinero. Un látigo que mis manos aprendieron a usar y así dar placer. Todas las mañanas camino lánguido hasta el supermercado y compro leche. En el envase no se dibuja nadie conocido. Algunas tardes, pocas tardes, abordo un taxi y voy a un bar de la Feria Pinto. Allí hablo con mis muertos, con mis delirios. En esa casona me dejo atrapar por la música de los años luctuosos, en esa casona me dejo embaucar por alguien que busca dinero y yo se lo doy. A cambio de lo usual, lo previsible, lo imperecedero.

La vejez son grillos que se retuercen y pudren bajo la escarcha.

Un atardecer fatigado, anémico, lo descubrí. El muchacho albino se dibujó frente a mis ojos. Pensé que era un espejismo, pero reconocí la rosada cicatriz de su barbilla. El muchacho albino siempre fue inconfundible. Aquella larga noche, cuando fumamos en el patio de los manzanos, le besé el mentón y luego lo quemé con el cigarrillo. Una y otra vez. Una y otra vez. Una y otra vez. Una y otra vez. Una y otra vez. Un cigarro, dos cigarros, tres cigarros, cuatro cigarros, cinco cigarros. Su piel se ha vuelto aún más pálida con los años, casi transparente con el ominoso exilio. Ninguno quiso acercarse al otro. Solo brindamos desde la distancia. Estábamos a exactas tres mesas y nos ofrendamos una reverencia, como dos viejos agentes del desprecio. Entonces, competimos por quien bebía más cerveza. Luego, fue el turno del vino. Nunca supe quien ganó el duelo, porque perdí la razón. Todo se diluye a tan solo seis pies de mi subterránea guarida. Culpa, ahora te llevo un brazo de ventaja.

El duelo lo ganó el que cometió menos errores.

Creo que fui yo.

Me desvanezco, como las hojas del limonero, me desvanezco como las hojas del palto. Pero hubo un error compartido, absoluto. En ese error nos cruzamos sin saber nada del otro. Fue imposible sospechar el derrumbe, solo disfrutamos de una piel tersa y brillante. Otra vez adultero la realidad. La disputa no concluyó con el vino, no. Después fue el turno de los destilados. Es mejor callar antes que vencer, es mejor callar antes que repetir la fábula. Cada trago lo acompañaba el incierto polvo del azar.

Nuestra piel. Un grito en la manada. Vibrante descomposición nos hostigó desde siempre. Nuestra altivez, un grito en la jauría. Vibrantes deseos nos persiguieron desde antes de nacer. Y no hablo de amor, nunca hablé de amor. Esto no se trata de torpes certezas. El tiempo no se comporta igual dentro de esta inmensa armadura.

Sí ustedes quieren, pronto les hablaré del trópico y sus escarceos. La vida toda es solo impotencia y rayos catódicos.

No nos mató la barbarie ni el descampado. Éramos felices en los baños del gimnasio. No nos mató el acero ni la navaja. Frágiles cimientos, brutal estampida. No nos mató el pacto de silencio ni los flamantes tiempos modernos.

La gente solemne siempre tiene convicciones, los demás siempre tenemos odio.

Nos mató la iracunda tromba, la última tromba que afrontamos en estribor. Aquel  estremecimiento nos doblegó tras las cuerdas, en medio de la estación de trenes, en medio de la tormenta de cenizas. Ni la lona ni la nieve resisten ahora nuestros pasos, ni el plástico ni el arcabuz resisten ahora nuestros perdones. Nos mató el implacable miedo, el cegador miedo y es demasiado triste, demasiado funesto saber que malgastamos la vida entre tanto remolino inútil.

 

 


Pablo Ayenao Lagos (Pitrufquén, 1983). Profesor de Castellano y Magíster en Ciencias de la Comunicación. Ha publicado los poemarios Fluor (2013), Antes que el Alba te Sacuda en el Pavimento (colib2015), la novela Memoria de la Carne (2015), y los cuentos Animales Muertos (2021).

Imagen de la cabecera: Tres estudios de George Dyer de Francis Bacon (1966).