Hay noches en que vuelvo a ese recuerdo y me arrepiento. Amanezco con unas ganas gigantes de levantarme de la cama, tomar el auto y conducir hasta la casa de mis padres, esperar hasta que sea de madrugada para buscar a ese tipo, acercarme tras mucho tiempo, y decir un sincero lo siento. Otras veces, cuando asumo que llevo años pensando en esos ligeros detalles que hoy me impiden dormir, disfruto de ese momento, lleno de miedo, rabia y, por qué no asumirlo, excitación por la venganza, como si tuviera mis manos manchadas con sangre, y mis nudillos temblaran ante el éxtasis de una pelea, tras causar el máximo daño posible sin recibir castigo alguno.
Eran jornadas de volver a casa llorando. Esa vez no sé muy bien por qué me había molestado, pero como en otras ocasiones, no supe defenderme de sus palabras. Eran tiempos de secundaria, de clases de ocho horas estudiando materias que ya no recuerdo, de descubrir el mundo a costa de burlas, cometidas por el grupito que se sentaba en la pared que llegaba el WiFi de la sala de tecnología, a pesar de que todos los profes los separaban.
Esa vez creo que fue porque pregunté qué era un Iphone, y las bromas comenzaron a aparecer por mi ignorancia. Eran palabras comunes dichas en un tono que me hacían temblar. Mi rostro, que lograba esbozar una pequeña reacción, daba paso para que Ferrer me dijese con tonito sarcástico -¿Y tú te vas a enojar, cagá chica? Yo solo atinaba a darme vuelta y volver a mi asiento, en otro intento por socializar con mis enemigos, los matones con quienes jamás iba a entablar amistad.
Nunca supe cómo reaccionar ante esos estímulos, ni tampoco cómo defenderme. Había cierta comprensión por parte del curso y la comunidad escolar con las actitudes de Ferrer. Yo también intentaba comprenderlo. Podíamos tener una relación de odio, pero compartíamos la misma inquietud de jóvenes que creen que se las saben todas. Aunque él escondía un profundo dolor expresado en su comportamiento.
Eran los primeros meses después del accidente. Todo el pueblo supo. Debió ser un infarto, o alguna patología tratable con especialistas. Ocurrió en el verano, a eso del mediodía. Su mamá despertó con un dolor de cabeza, intentó hacer las cosas de la casa, soportando un punzón imaginario que apretaba su cráneo. Dicen que habló con sus hijos para que cuidaran la olla mientras se cocían las verduras, que tomaría una pequeña siesta para reponerse y que no despertó. Llamaron a una ambulancia, ante la imagen de un cuerpo inmóvil, también llamaron a su padre que trabajaba en el norte, más solo se escuchaba la voz del teléfono ofreciendo el buzón de voz. El vehículo llegó y Ferrer se quedó solo en casa, mientras su hermana mayor se subió al furgón esperando un milagro. Ese verano, como en muchos lados del mundo, las autoridades aprovecharon el escape de las familias a las playas para remodelar las avenidas. Como el pueblo solo tenía una vía de acceso, uno podía estar atascado hasta una hora en el tráfico, a la suerte del trabajador con el cartel de “pare” o “siga”, que daba vuelta dependiendo de la cantidad de autos parados. Dicen que faltó empatía por parte de los conductores, que vieron la ambulancia pitar la bocina, que su corazón dejó de latir antes de salir de la casa, y que todo estaba perdido. Todo estos rumores me los aprendí de memoria, en boca de las abuelas que iban al negocio cerca de casa, a conversar y no a comprar.
Supe esto casi a finales de febrero, días antes de entrar a clase. Yo venía de sufrir la muerte de mis dos abuelos en un corto período, pero eran pérdidas en las que uno respeta la ley natural de la vida. Tener a la madre cerca, a pesar de todas las rebeldías que uno pueda cometer, siempre es un lugar seguro. Yo podría gritarle, evitar darle la mano ante esa idea que podían verme mis compañeros de clase, pero seguía sintiendo su seguridad, quizás la única que me entendía a pesar de creer que éramos de dos mundos completamente distintos. Cuando llegué a clases ese año, lo miré de reojo e intenté olvidar el tema. Ninguno de los profesores mencionó algún discurso de apoyo, quizás por no exponerlo o para evitar alguna reacción de efusividad. Dejando de lado la muerte, todo seguía como antes, los chistes y las burlas. Podía hacer un comentario, salir a la pizarra a participar en algún ejercicio, o siquiera preguntar si alguien quería unirse conmigo en algún grupo de tarea, y todo daba paso a la acción. No estaba solo, eso es obvio, pero él empezaba, daba el pase para que me humillaran. Chistes pequeños, bastante aburridos si se traspasan al papel, pero que generan esa chispa, esa duda, el encuentro con lo burdo. Muchas veces intenté responder con el mismo humor, a lo que el curso, buscando el contraataque de Ferrer, reaccionaba con un “oh” al unísono de largos segundos, como si fuese yo quien había hecho algo malo. Si no había ningún profe mirando, Ferrer acostumbraba a levantarse de su asiento hasta donde yo estuviese, y con sus ojos irritados apegaba su frente con la mía hasta empujarme con un leve cabezazo. Y de vuelta a lo mismo, la pizarra, el cuaderno, la última hoja donde probaba la tinta de los lápices y anotaba ideas sin sentido.
Pasaron las semanas. Casi a finales del primer semestre, partimos la última clase de educación física, a primera hora de un lunes caluroso, lo que auguraba un olor fétido en la sala hasta las tres de la tarde, culpa de hombres jóvenes sudados sin experiencia en el lenguaje de usar desodorante. Los promedios estaban cerrados y solo quedaba hacer tiempo hasta el final de la semana. El profesor había decidido jugar a las quemadas, quizás el único juego en el que podía destacar. En el resto de las disciplinas era un asco, pero algo pasaba en esa búsqueda por mantenerse con vida en cancha que podía atrapar balones, trabajar en equipo y lograr esquivar los disparos, contorneando mi cuerpo para evitar ser eliminado fácilmente. Muchas veces logré llegar al final del juego, luchando contra la fuerza de tres balones en cancha, incluso una vez quemé a los últimos miembros del equipo rival.
Terminé en el equipo en contra de Ferrer -como de costumbre-, grupo en el que ingresé a la fuerza, cuando los dos compañeros populares de la sala se quedaron sin más opciones que aceptarme en sus formaciones. El partido empezó tan temprano que la niebla se internaba en el gimnasio. Antes de partir, aproveché de elongar para evitar que mi cuerpo enjuto tuviera algún problema, dando pequeños saltitos para luego correr con agilidad. Ferrer aprovechó mi concentración para tirarme el balón. Alcancé a reaccionar y evitar una caída, pero fue una advertencia, como si dijera entre líneas, que mejor perdiera a la primera, que ni siquiera intentara jugar. Decidí seguir y hacer lo que mejor sabía. No era la primera vez, y solo tenía que concentrar mi mirada y esquivar, como lo hice durante todos estos años.
Éramos 20 por lado, entre hombres y mujeres, en lo que prometía ser una jornada normal. Con música ochentera de fondo, el profesor tocó el silbato para dar rienda suelta a la energía juvenil. Yo corría por lo que era un espacio acotado, la mitad de una cancha de gimnasio. Un griterío alegre se dispersaba por la cancha, al ver que todos sabíamos cuál era nuestro rol. La cantidad de gente jugando hizo que varios perdieran de una, y quedaran en los costados de la cancha como fantasmas, el rol del jugador quemado que puede eliminar a gente desde esa posición si alcanza a tomar el balón. Con todas esas condiciones en contra, volví a salvarme con mis habilidades. Para la media hora, solo quedamos cinco por lado. Ferrer, en medio de la cancha, buscaba hacer contacto visual para intentar amenazarme. -Vas a perder, vas a perder. Ríndete luego si nadie te quiere- comenzó a gritar, a vista y paciencia de los compañeros. En la esquina, el profesor, pegado en la pantalla, se despreocupó del asunto. Todo se acumula, y la verdad que para ese punto, ya estaba cansado, pero quería ganar. Una victoria no iba a cambiar la relación, pero me iba a hacer respetar.
En mi contra, ellos tenían mayor fuerza a la hora de lanzar. Yo lograba esquivar, pero el resto de mi equipo no. Comenzó a existir desventaja, y la autopresión que me impuse para llevarme esta partida hizo que sudara más de lo que acostumbro. Entre saltos y nervios, resbalé. El dolor de mi espalda contraída por el dolor, se contraponía contra los balones de Ferrer y sus amigos me tiraban, rebotando en mi cara. Me invadió esa sensación en la que todos los músculos del cuerpo se tensionan. Fueron tres golpes en el suelo, mezclados con la risa del resto que me ignoraban, esos con los que nunca pude congeniar. Me negué a ser humillado, a aceptar todo lo que me caiga encima. Comencé a gritar, no sé si dolor o de rabia, pero el grupito no paraba de reírse. Expulsé lo primero que se me vino a la cabeza, y todo el gimnasio quedó en silencio.
-¡Ya basta de molestarme por la mierda. Por qué no te vas a la concha de tu madre!
Lo que viene después no sé si lo inventé o esa imagen es real. Esa misma frente con la que me empujaba en la sala estaba a escasos centímetros de mi rostro. El resto de sus amigos, junto a otros compañeros, y el profesor que reaccionó corriendo desde las gradas, lo tironeaban de los brazos con todas sus fuerzas, intentando evitar que llegara hacía mí. Su rostro, desfigurado, solo esbozaba lágrimas por doquier. Sus dientes lucían apretados, y de sus orificios se expulsaba saliva, que lucía como rabia de un animal enfermo. Era como si hubiera salido una bestia enjaulada, esperando las palabras precisas para causar un desastre.
-¡Suéltenme! ¡Suéltenme les dije!- gritaba en frente de mi cara, fuera de sí, con dificultad para respirar, agitado entre la convulsión de emociones que sentía. Yo lo miraba quieto, sereno, sin entender su reacción.
Debió ser cosa de segundos, pero aún veo su rostro, y dentro de mí aparece un calor vigoroso que aún me despierta a veces. Quizás pude aprovechar de golpearlo, tenderlo en el suelo para que valiera la pena, pero las palabras fueron más que suficientes.
Ricardo Olave Montecinos nació en Temuco en 1997. Periodista de la Universidad de La Frontera (UFRO). Ha trabajado en medios como Culto en La Tercera, LaRata.cl o El Austral de La Araucanía. Publicó Enclaustro (Tortuga Samurái, 2022), su primer poemario. Uno de los poemas es parte del libro Poesía en Tiempos de Crisis, organizado por la Ufro, junto con ser parte de la selección de cuentos de la edición 2021 de Araucanía en 100 palabras. Actualmente reside en Portugal.
Fotografía de la cabecera: Dos chicos peleando en la sala mientras otros dos previenen que el profesor entren por la puerta, de Fitz W- Guerin (1907)